sábado, 13 de noviembre de 2010

Te toco

Te oigo en mi oído respirar

Con la oreja pegada

A la pared que separa

Tu celda de la mía


Te veo siempre en mis ojos

En la distancia vacía

Que los kilómetros muertos

Extienden entre los cuerpos


Te saboreo en mi boca

Al beber amargo suero

De las supurantes llagas

Que uñas y dedos desgarran

Intentando arañar tu muro


Te siento en toda mi piel

Cuando habitas un mundo

Al que me niega la entrada

La reja de tu mirada


Te huelo allí donde estés

Porque tu cuerpo ha pasado

Y me haya o no detectado

Yo ya no vivo sin él

viernes, 22 de octubre de 2010

Aliento zurdo

Hace un mes que me besaste
Y el beso quedó colgado
Mi boca sigue esperando
El beso que no me has dado.

El aire de la gangrena
Vive ahora en estos labios
Huelo el veneno y el miedo
Huelo el beso desterrado

El beso que está esperando
Ha horadado este aliento
El beso se esconde quieto
Soñando que hay una mano
Que acerca tenue su dedo
A este labio silenciado
Que duerme sin cama al raso

El beso sigue soñando
Que despierta acariciado
Si amanece abandonado
si se muere aquí en mi boca
ni haber la tuya tocado
me quedará la ponzoña
de tu aliento arañado.

jueves, 7 de octubre de 2010

Besos zurdos

No vuelvas a decir lo siento
Después de besarme
No vuelvas a besarme
Si lo sientes
No vuelvas a sentirlo
Si me besas
No me beses
Sin sentirlo
No lo sientas
Sin besarme
Y sobre todo
Nunca dejes… de besarme.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Más de amores zurdos

Ahora, mientras me estás torturando, cierro los ojos para evadir el dolor e intento mitigarlo. No quiero vivir en la oscuridad y por eso pienso en lo que me gusta de ti. Pienso en por qué a veces sonrío sólo con verte. Por qué con una mirada puedes elevarme o hacerme sentir como un pedacito de perdida inmensidad.

Me gusta cómo bailas en el coche, moviendo los brazos extendidos sobre el volante mientras canturreas con los labios apretados, y yo abro los ojos con el gesto asustado de que no lo sueltes. Pero deseando que no dejes de cantar, ni de sonreír, ni de disfrutar. Me gusta cómo posas tu mano, tan grande, sobre mi mejilla, con esa mezcla de pena, de culpa, de ternura y un cierto amor lejano, esquivo y escondido. Me gusta cómo me miras a veces de lejos, de arriba abajo, en un barrido apenas reconocible, mientras te muerdes imperceptiblemente el labio. Me gusta el peso rotundo de tu cuerpo sobre mí, que casi aplastes tu piel hasta que la mía desfallece. Ahogándome en un pozo intangible que permanece hasta en tu ausencia, el ahogo de tu sudor y el mío. Y esa mirada. Y esa forma de mirarme, sólo alguna vez. Me gustan esos guiños públicos que sólo yo entiendo. Y tu sonrisa. Y esas lágrimas, no por tu sufrimiento, sino por sacarlo ante mí. Y me gusta, mucho, ese mordisco en el cuello.

Y cuando cierro los ojos en medio de la tortura para intentar olvidar el dolor, sólo espero que no desaparezca antes de que dejes de torturarme. Y que tu ilusionamiento llegue antes que mi desencanto y antes de que deje de sentir dolor. Y mucho antes de que deje de cerrar los ojos… para evitarlo.

Fragmento del libro " Damian, deja de barrenar que tenemos visita "

miércoles, 8 de septiembre de 2010

LA SILLA

Hace tres años que Miguel sale cada noche a la puerta de su casa. Coge la misma silla donde su mujer se había sentado sola, noche trás noche, durante los 63 años que habían estado juntos. El día que ella murió, sin pensarlo, Miguel cogió esa silla y salió fuera. Nunca antes lo había hecho, pero ahora no pasa un solo día en el que no lo haga. Siempre cena una tortilla de chorizo de dos huevos y un vaso de vino tinto. Se pone su vieja chaqueta y se sienta bajo la noche. Su casa está entre las últimas del pueblo, así que a penas ve gente pasar, excepto algún gato que aparece derrepente en la oscuridad. Ya no quedan jóvenes en el pueblo, todos se fueron a buscar mejor vida en la ciudad. Y Miguel recuerda los años de trabajo en el campo, se mira las manos, ya cansadas y duras, muy duras, como el clima de su tierra natal de la que nunca ha salido. Piensa en su mujer, como cada noche. La vio todos los días durante esos 63 años, porque después de la boda, ya nunca se separaron. Pero solo puede recordar todos sus rasgos con nitidez cuando se sienta en esa silla. Se pregunta en que podía pensar ella, cuando salía allí, cada noche.
Nunca tuvieron niños. Dios lo quiso así, se decían. La vida de Miguel y su mujer había sido la de cualquier trabajador de campo. Jornadas largas trabajando de sol a sol en la tierra. Periodos de penumbra y otras de mayor abundancia. Se acordaba del día que llegó la luz eléctrica a su casa, el agua corriente, la lavadora...en fin, de cuando la modernidad llegó al pueblo para alivio de sus habitantes. Su mujer había vivido esos momentos con la alegría de una niña a la que le regalan unos zapatos nuevos. Ella era así, risueña, alegre y con cara de niña traviesa, que la mantuvo hasta el final de sus días. Cuando venían vendedores ambulantes al pueblo, para vender colchones, ventiladores o instrumentos de cocina, ella era la primera en llegar, porque las parejas recibían un obsequio por el mero hecho de asistir a la reunión. Si las mujeres no asistían con sus maridos, el obsequio no era tan importante, y aunque él nunca quería ir, ella siempre terminaba convenciéndole con aquella sonrisa suya. Mientras se acordaba de esas reuniones, Miguel no podia evitar sonreirse. Pensó que nunca hicieron ningun viaje. El mundo lo habían imaginado a través de la televisión. Cuando los dos dejaron de trabajar, no les quedó gran cosa de pensión, y enseguida Maria enfermó. La Caja Rural de su región, organizaba viajes en autobus a las playas de Benidorm, o a Andalucia, para la tercera edad. Habían hablado de hacer esos viajes juntos, una vez jubilados, pero nunca llegó el momento. Se imaginó a María, quizás en bañador, paseando por la orilla del mar, como en esas peliculas donde había visto como era ese mar. O a María posando frente a ese palacio de los árabes que le sonaba que estaba en el sur. O a María visitando la capital de España. Imaginaba las fotos que nunca hicieron, en las que María posaba feliz, con cara de asombro descubriendo el mundo. Y entonces se dio cuenta de lo que hacía María allí cada noche. Soñar... Al día siguiente, decidió llevarse a María de viaje. Hizo la maleta, cogió la silla, cerró la puerta con llave, y ya nunca mas volvió.

Fragmento del libro "Y el Renato se puso bruto"

miércoles, 18 de agosto de 2010

Amor zombie

Acababa de salir de la ducha y llevaba una toalla alrededor del pecho, bajo las axilas, y otra enrollada en su cabeza. Un mechón huidizo le caía por la espalda sin que pareciera percatarse. Estaba sentada sobre la cama, con los brazos envolviendo su rodilla y la barbilla apoyada en el dorso de la mano, la mirada totalmente perdida. Él habló pero no obtuvo respuesta, casi parecía que no respirase, totalmente petrificada bajo su piel de gallina y el leve temblor de su labio. Quieta, el aire parado y denso en torno a su rostro. Nunca había visto él una mirada tan rota como la que se le ponía en aquellos momentos, en esas evasiones que la llevaban a un lugar inalcanzable para sus dedos, para sus pupilas, vedado para él y para todos.

Al principio le habían asustado aquellos accesos de blancura, esos instantes en los que se convertía en zombie y nada parecía poder despertarla. No sabía cómo reaccionar, le hablaba, le preguntaba qué le pasaba, la abrazaba, pero sólo obtenía por respuesta una leve mueca en su boca, desgarro, una profundidad aún más disipada en su vago mirar. Tampoco era capaz de relacionar muy bien el detonante, a veces estaban hablando y de repente ella cerraba la boca y dejaba de tomar aire, o así se lo parecía, no respiraba y se sumía en un sueño de despertares. Callaba y silenciaba. Dormía despierta. Como muerta, pero más viva que nunca en su ensimismamiento.
Otras veces llegaba a casa cansada, con algo que parecía un terrible peso como manto sobre su cuello, y se sentaba en silencio, mirando la lejanía. De nada servían las palabras, los reproches o los intentos. Sólo ella podía volver de allá donde fuera.

Poco a poco se fue acostumbrando y la dejaba ir y volver. Intuía que ella vivía al borde del abismo y que a veces, simplemente, necesitaba parar un instante para no caer, necesitaba descansar, su pedacito de paz. Y entonces él la miraba, no mucho rato porque por alguna extraña razón le dolía el cuerpo al observarla así. Una devoradora tristeza parecía emerger de ella como lava apabullante y le aplastaba. Se le metía en el vientre como un garfio esa nebulosa que salía de los ojos de ella. Lo sabía, conocía la angustia que tardaba en abandonarle después, pero aun así no podía evitar espiarla un momento. Intentar perderse con ella. Inútil. Se perdían sí, ambos, pero solos. Porque en eso radicaba la angustia de aquel limbo. En la soledad que lo alimentaba.

Aquel día la observó como siempre en silencio, de cuclillas desde el costado. Bajó de sus párpados trémulos a las gotas de agua de su cuello; se paró en el nacimiento del pecho incapaz de volver a sus ojos borrosos. Y tuvo que apartar la mirada hacia su mano como una hoja caída. Y tragar una saliva inexistente. Y desear como siempre meterse entre su pelo, por los folículos, a su cerebro. Y estallar como fuegos artificiales. Y salirle por los ojos en forma de estrellitas de colores. Algo. Que apagara el silencio, que la trajera a su mundo. Pero, como siempre, la siguió mirando en silencio maldiciendo por no haber sabido nunca pintar. Maldiciendo por no petrificarla así para siempre. Siguió mirando a la muchacha de la mirada más rota del mundo, y deseó que aunque fuera así pudiera pasarse la vida viéndola.

Fragmento del libro "Shhh, que vas a despertar a mi madre..."

lunes, 21 de junio de 2010

Amores zurdos I


Primero le gustaban los rubios, así que aclaré mi cabello oscuro hasta que adquirió tonos blanquecinos. Cuando conseguí la tonalidad adecuada, le empezaron a atraer los pelirrojos, así que puse mi cabeza como una zanahoria. Cuando alabó las barbas, dejé crecer la mía, y la convertí en bigote al verla quedarse parada ante la foto de un actor bigotudo. Empezó a fijarse en los musculosos, así que invertí todo mi tiempo libre en el gimnasio. Cuando mis bíceps empezaron a hacerse notar y mi estómago reclamaba algo más que tortillas de claras, la vi tontear con un calvo algo fondón. Así que me rapé el pelo y comencé a comer chocolate y bollos a todas horas. Ayer la vi pasear por la calle, acaramelada, con su brazo engarzando el de una chica de melena negra y su cabeza apoyada en el hombro de ella. Ya he pedido cita en la clínica.

Fragmento del libro "Ni paquí ni pallá, pal otro lao"

viernes, 18 de junio de 2010

La misma piedra

La cena se enfriaba en la mesa. Se sentía ridícula. Recordaba muy vagamente cómo había perdido la ilusión de cocinar para alguien pero, ahora, esperando a Peter, se aseguraba a sí misma que había sido una decisión acertada.
Por un momento, se imaginó el placer de tirar con fuerza del mantel y la vajilla rompiéndose contra el suelo. La imagen le encantó aunque sabía que no era capaz de tanto. Con una sonrisa apenas perceptible, se acercó a la mesa , agarró las puntas del mantel e hizo un hatillo que dejó en el portal. Sobre él, una nota decía “Aquí tienes tu cena”.
Entró en el salón y colocó el jarrón sobre la mesa ahora vacía. Todo volvía a estar en orden.

Fragmento del libro "Que te aguante tu madre, Paco"

miércoles, 9 de junio de 2010

Ahora te lo cuento...

Me gustaba entrar en tu casa colándome por la rendija de la puerta. Hubiera podido atravesar las paredes, la inmaterialidad me lo permite. Pero a mí me gustaba aplanarme y colarme por ahí. Solía hacerme sentir como un poco de corriente por debajo de la puerta. Me asignaron tu casa y tu vida. Mi misión era estar allí, velando que el devenir cumpliera con los planes del destino como si fuera un cúmulo de casualidades.

En mí permanecían los recuerdos de mi última oportunidad. Había tenido cuerpo de mujer y había cumplido de manera satisfactoria con lo que me encomendaron. Ahora en otro plano se me encomendaba, como paso intermedio a otros estadios que no se nos está permitido desvelar, cuidar de ti.

La primera vez que entré me sorprendió el lugar. No estabas en casa. Me deslicé por todas las piezas. Se respiraba comodidad. No había demasiadas cosas inútiles. Los muebles sencillos y precisos contrastaban unos con otros. Me quedé sobre el sofá. Se respiraba paz. Sin duda no estabas en uno de los momentos malos de tu vida.

Llegaste y me trasladé hacia el ventanal. Desde allí estuve mirando cómo te movías por la sala, hacia el dormitorio, hacia la cocina, hacia el salón de nuevo. Miraba tu cara y cómo tus gestos iban cambiando según iban pasando los pensamientos por ti. Cada pensamiento genera un color diferente alrededor de las personas, así que yo iba viendo cambiar esas nubes de colores. con todos sus matices. Al mismo tiempo podía captar también la frecuencia de tus sentimientos. En ese momento yo solo archivaba datos.

A veces te seguía por la casa pegada a tu espalda. Jugaba a adivinar que ibas a hacer y me iba acoplando a tus movimientos. Me gustaba ver cuando te cambiabas de ropa y te ponías cómodo. Disfrutabas de tener tu armario en orden, con la ropa clasificada por colores. Los colores nunca te fueron indiferentes. Los combinabas con precisión, intentando crear una casualidad inexistente.

Mi momento favorito era cuando te veía leyendo la prensa y preparando el organigrama de tu trabajo, cerrando los cambios de última hora y cómo al mismo tiempo ibas contestando a los diversos correos electrónicos. Me encantaba verte el gesto de tu entrecejo y de tus ojos cuando estabas concentrado y cómo ibas hablando en voz alta con uno y con otro como si estuvieran delante, pero solo estaba yo, yo.

Cocinar te parecía una pérdida de tiempo y habías acordado con la señora que venía a limpiar que cocinara para ti. Tú le dejabas una nota con tus antojos. Y a veces se te olvidaba decir lo que querías y ella se componía con lo que quedaba en la nevera. Era una señora entrada en años que te apreciaba, sin duda por todo el tiempo que llevaba entrando en tu casa, sus instintos maternales se extendían hacia su trabajo y no podía evitar tratarte como a un hijo. Cosa que a ti te encantaba y te gustaba sorprenderla de vez en cuando con algún detalle. Ella estaba contenta de trabajar en tu casa entre otras cosas porque se encontraba la casa ordenada. No soportabas el desorden. Y el ordenar es lo que más tiempo se lleva si se trata de limpiar. A las almas que entramos en las casas también nos gustan los espacios ordenados. Cuando hay desorden es muy difícil trasmitiros los mensajes, nos cuesta más conectarnos con vuestros aspectos más sutiles. Vosotros lo llamáis intuición o corazonadas.

¿Quién sigue con el relato?

Fragmento del libro: Completa la frase aunque sea larga...

sábado, 29 de mayo de 2010

Ecología Emocional

Ahórrate tus besos
y tus lágrimas vacías,
tu corazón de hielo
y tu cabeza perdía.

Ahorra tus palabras,
tu nido de mentiras
las ilusiones vanas
la casa de tu vida.

Ahórrate los gritos
y las llamadas perdidas,
la cara de bobito
y de inocencia fingida.

Ahorra las escenas
de amor incomprendido,
no juegues a dar pena
si solo estás perdido.

No montes estrategias
guerreras en el aire
ni finjas indolencia
si eres tú el que ardes.

Afronta tus temores
camina por tu vida
corrige tus errores
no pierdas energías.

Olvídate de todo
no existo, vida mía,
moriste aquella tarde
en la que te dormías.

Publicado en el libro: El arte de las rimas y otros suspiros

jueves, 27 de mayo de 2010

La espera


Los días siguientes a nuestro primer encuentro vivía consumida por la impaciencia de la espera de su llamada. Esa sensación de cosquilleo que altera los sentidos, que enciende alguna especie de interruptor, los hace estar más alerta, como si los colores, olores y sabores se convirtieran en mucho más reales, se intensificaran hasta cotas desconocidas. Los colores se podían tocar y tenían la textura del óleo. Los olores se colaban por otras partes además de las fosas nasales. Los sabores entraban por los poros antes que por la boca, hasta que el cuerpo entero era puro sabor.
En esos instantes vivía en un mundo de excitaciones continuas, en las que el estómago volteaba ante cualquier ruido y la luz cobraba nuevas intensidades. En mí convivían dos sensaciones opuestas y casi fusionadas a la vez. Por un lado, hervía la fogosidad de la imagen prevista de ese nuevo encuentro, el deseo de saber si en la otra parte también borboteaba ese sentimiento y esa necesidad ineludible de volver a vernos. Por otro lado, me invadía una especie de desprecio por mi propia emoción, un intento de banalizar totalmente el momento para formar barreras que impidan el dolor. Y mientras cohabitaban ambas sensaciones, el teléfono seguía mudo, dejando que a cada segundo creciera la incertidumbre, se masificaran las barreras, la excitación se fuera aplacando hacia una ira mitigada conmigo misma, hacia una flagelación por mi propia debilidad de permitirla. Las barreras se engrandecían, el mundo se oscurecía.


Y entonces sonó el teléfono y las barreras se deshicieron.

Fragmento del libro " ¡Andrés, déjate los pies! "

miércoles, 26 de mayo de 2010

El Mercader

El Mercader apareció con su mirada saliendo bajo el ala del sombrero, se percató de mi presencia y esbozó una leve sonrisa a modo de saludo. Pidió una jarra de vino y para mostrar sus jubones y buen porte, deslizó hacia atrás la capa que colgaba a modo de bandolera dejando un brazo libre para el manejo de la espada.

Los mercaderes son tipos de pocas palabras. Evitan hablar de sí mismos y dirigen la conversación hacia la persona con la que hablan, creando la atmósfera suficiente para que el encuentro permita hablar de forma relajada, tranquila. Pero El Mercader no estaba allí para iniciar nuevos negocios.

Acababa de llegar a la cantina. Atrás quedó el puerto y el envío de las últimas telas compradas llegadas de la India. Las enviaba por mar a España mientras él viajaba a caballo.

Cuidaba su aspecto hasta el más ínfimo detalle. Los zapatos negros de hebillas doradas estilizaban las piernas fuertes y definidas por las medias, el calzón a juego con la capa y el sombrero. La camisa blanca, amplia y adornada con puntillas según la moda de Flandes, le permitía combatir el calor del mes de julio. La perilla, el bigote y la mosca eran de color negro intenso como el pelo cuyos rizos manifestaban la perfección, que este hombre de leve sonrisa y mirada enigmática, tenía consigo mismo.

Sus manos delicadas y cuidadas esbozaban tanta seguridad en sus movimientos como elegancia. No llevaba joyas pero sí un cordón al cuello con el símbolo de la Orden de Malta, caballeros iniciados que viajaban con frecuencia al Oriente con el fin de liberar los Santos Lugares.

Al sentirse observado, el Mercader, volvió a girar la cabeza buscando el encuentro de mi mirada. Lejos de incomodarse, sonrió y se quitó el sombrero mientras me reverenciaba otorgándome su pleitesía. No pude más que devolverle mi sonrisa ante tan gracioso gesto tan fuera del contexto habitual.

El Mercader aprovechó la ocasión para presentar sus respetos y sentarse en la mesa en la que yo descansaba de tan largo viaje. Preguntó por nuestra procedencia y nuestro lugar de destino. Presentó sus credenciales y el origen de su estirpe. La cercanía del Mercader me permitió deleitarme en su perfume de aceites a base de hierbas frescas y flores de fragancias dulces que contribuían a crear ese halo embriagador que le envolvía.

Al preguntar por mi nombre, sus ojos entraron en los míos manifestando su deseo cautivador, y despertando en mí el rubor indudable de la pasión que no ha sido refrenada y que abría las puertas del cortejo, que esconden las copas tras los brindis de vino.

Fragmento del libro: ¿Tomamos otra copita más?

jueves, 20 de mayo de 2010

Desencuentro

Cuando pienso en el día que te conocí recuerdo que pensé cómo sería besarte. No te emociones porque eso no era amor a primera vista, ni química, ni siquiera imaginaba poder sentir atracción por ti. Pero no podía dejar de pensar en cómo sería besarte. Quizá es que me imagino muchas veces cómo sería besar a los demás, sin querer que eso ocurra, pero sin poder evitar pensar en los besos no dados.


Y a partir de ahí, de verte todas las semanas, pensé que, además, cuando hablabas me recreaba escuchándote, que me gustaba esa mezcla de inseguridad y de control, ese aire de querer irte corriendo en cualquier momento, de no mirar mirando, que besarte no estaría mal, pero que estaba tan lejano a mi realidad que nunca sería nada más que una imagen abandonada. Hablabas sin parar, cualquiera diría que con un abrigo de certeza y derrota, buscando una señal de breve conexión, la conexión de la barrera acuosa de mis ojos, fijada, mojando tu cara, fluyendo en tus ojos.


Ahora pienso qué habría sido de mi vida si no hubiera acudido a aquella primera cita que urdimos, que me dejó con ese sabor de que algo me faltaba, de que se quedaba a medias algo en el aire, de que el tiempo era corto. Y había que repetir. Ese sabor que ya jamás podría quitarme de la boca después de cada encuentro contigo, el regusto agridulce que me impulsa a buscar sin remedio un antídoto. Ese sabor que es también olor ahora ya lo tengo metido dentro, en cada poro de lo piel, rezumante en mis gotas de sudor, incrustado en mi pelo. El olor del desencuentro.
Y seguimos viéndonos. Yo siempre pensando que nuestros encuentros eran demasiado breves, que faltaban cosas por decir, que en el aire flotaba imperceptible pero tan abrumador que podría haber vivido comiendo eso. Bueno, eso hago ahora mismo, porque ni como, ni duermo, ni puedo pensar en otra cosa más que en volver a verte. Sea como sea el encuentro, me digas lo que me digas, sonrías o no, me beses o no. Porque ya no me besas. Porque ya me has besado.


¿Y ahora qué? Cómo voy a seguir ignorando que se puede estar en este remolino y pretender que puedo volver a mi paz de antes. No, no quiero paz. Los sudores que me ha costado edificar mi calma los entrego todos por el sudor frío que me recorre desde el día que me besaste.


Y pienso qué es eso que puede arrebatarme de tal forma, qué tiene tu boca que ni un momento me abstraigo de ella. Y no lo sé. No te amo, ni siquiera te quiero, siento cierto hastío de vivir en este desencuentro. Me inspiras a veces una ternura infinita y otras un miedo feroz. Sonríes y subo a la estratosfera, me miras silente y me hundo en un pozo. Pero es que la piel me lo grita. Es tu carne lo que me exalta, tu boca tan húmeda lo que recuerdo, tu inseguridad tan certera, tu mirada prohibida cuando crees que no te miro. Es tu deseo sepultado en acero el que me exaspera, mi deseo el que me anula. Es esta congoja penetrante que tiene atrapado mi vientre, mis pechos, mi cuello. No podría decirte qué veo en tu boca que me tiene secuestrada, que hay en ti que me encadene, ni una sola cosa puede venir a mi cabeza excepto mi cuerpo exangüe que está perdiendo toda su sangre por ti. Porque borbotea con tal fuerza que sólo puede escapar hacia ti o hacia la nada.


¿Dónde está escondida ahora esa pasión? Te aseguro que yo no era la única absolutamente embriagada. Y eso sí que me sorprendió. Que escondieras tal deseo, que pudieras estrujarme de tal forma y yo no sólo no me resquebrajara sino que quisiera morir allí mismo aplastada por tu cuerpo. Emborrachada por tus besos para siempre. Y que sea como sea, pienses lo que pienses, no me importa porque nadie me puede quitar eso, ya ni tú mismo que antes eras dueño de ese sueño pero que ya lo has perdido para siempre. Y que no voy a poner nombre a este sentimiento porque no lo tiene, es absurdo y eso es lo que estoy aprendiendo. Que el amor se muere en etiquetas, que el sentimiento pervive en el estómago, cosquilleando, anulando, asilvestrando. Sin nombre, sin justicia, con el dolor de la llaga y el sopor de un mal sueño. Y que yo sólo sé lo que siento, y no quiero archivarlo, nombrarlo, ni clasificarlo. Y creo que es todo lo que quería decirte.

Fragmento del libro "Desencuentros de pasión en la tercera fase"

miércoles, 19 de mayo de 2010

¿Qué veo?

No veo nada, mis ojos están cerrados. Con fuerza. Me concentro en oler tu cuerpo desnudo, sentir el calor que desprendes, escuchar tu silencio, mientras acerco mi mano muy lentamente para posarme, despacio, sobre tu piel. Noto que tu cuerpo se estremece, tu vello se eriza al paso de mis dedos. Te voy rodeando con mis brazos y mis piernas. Sólo cuando te tengo atrapada abro los ojos, seguro de que no puedes desvanecerte. Es entonces cuando te miro y te digo "te veo, mi todo".

Fragmento del libro "Y Tristán recogió el guante"

Pd: El origen...

domingo, 16 de mayo de 2010

Deseos

Constrúyeme un puente de palabras hasta donde estés, con letras que se entrelacen, de pilares sólidos. Un puente muy alto, donde no se vea ni el humo ni los coches. Tan alto que se pueda ver el mar. Tan alto que me acompañen las estrellas.

Constrúyeme un puente de palabras bonitas, con sus tildes y sus comas; que no les falte de nada, ni barandas, ni farolas antiguas. Un puente para que yo camine. Y al final de mi paseo estés tú, esperándome, con tu sonrisa y tus brazos abiertos, mientras me miras y me preguntas: "¿qué te apetece para cenar?"

Fragmento del libro: "¿Qué puede pensar un caracol cuando sólo mira al cielo?"

Mientras duermes

Mientras duermes te estoy mirando. A los pies de tu cama, observo tu respiración clara. Duermes de lado y tu cabello recién cortado te da el aspecto de un niño que se acaba de acostar. Tus ojos oscuros están cerrados, pero los adivino a través de tus párpados redondeados y temblorosos. Me gustaría inclinarme y besar tus labios entreabiertos, pero querría hacerlo sin despertarte, porque mientras duermes el tiempo cambia, puedo estar en esa dimensión de tus sueños en la que no me miras. Me asusta tu mirada, me da miedo porque está cargada de dolor y la luz que irradia tu sonrisa se apaga en tus ojos secos.

Pareces sonreír mientras duermes y por eso me gusta mirarte, porque te tengo sólo para mí, envoltorio de tu propia piel, sólo para mí sin que tu cabeza me esquive, sin que tus ojos me taladren, sin que me asuste tu mirada. Quiero acercar mi nariz a tu nuca ahora despejada, mientras duermes, sólo mientras duermas porque al despertar me produces temblores. Cuando rozo tu piel con la mía, el mundo es un pozo blanco en el que me zambullo, en tu saliva fresa y liviana, que me moja por dentro. Es un pozo de escalofríos que me arranca gritos de las entrañas y me hace desear la muerte entre tus brazos.

Mientras duermes me gusta mirarte porque puedo pensar, tus mejillas tan rosadas, el arco de unas cejas sempiternas que ahora guardan cerrados tus ojos. Mientras duermes puedo soñar porque en el despertar sólo puedo absorber tu aire, tocar tu brazo continuamente, aferrar mis manos a tu cintura, hundirme en tus caderas. Mientras duermes quiero mirarte siempre porque tu mano no se aleja, ni me dices cosas que me llenan de inquietud y temor. Como si hubiera podido hacer otra cosa. Mientras duermes eres mi pájaro acurrucado, y desearía abrazarte y pasar mi lengua por cada uno de tus poros, pero tengo que agarrarme al edredón para no lanzarme sobre tu cuerpo espeso y mágico.

Mientras duermes me llenas de ternura inagotable, mientras duermes puedo mirarte sin preguntarme si será la última vez. Mientras duermes no me llenas de angustia, no siento el peso de tu cuerpo afligido. Mientras duermes puedo amarte. Pero despierta, despierta porque mientras despiertas puedo ayudarte a abrir los ojos. Mientras despiertas puedo besarte, mientras despiertas puedo estrujarte entre mis manos. Puedo amarte mientras despiertas. Tú aún no lo sabes, pero ahora mientras duermes, estás soñando conmigo. Tú no lo sabes porque ni siquiera recuerdas conocerme. Voy hacia allá. Tú me llamas en sueños y yo acudo a tu llamada. Ha llegado a mis oídos, lejana, confusa, pero he tenido que dejarme arrastrar por el eco amortiguado de tu llamada en sueños. Me sueñas, sueñas que llego a buscarte, no lo sabes aún pero voy a buscarte mientras tú sueñas, sólo mientras me sueñes podré estar a tu lado. Duerme para soñarme y despierta para seguir soñándome.
(Fragmento del libro "Esto mas que roncar, es groznar")

sábado, 15 de mayo de 2010

Pisciana

Me desperté a eso de las diez. El calor me fue sacando del sueño. En duermevela dejé el centro para hacerte sitio. La persiana decoraba mi cuerpo con sus óvalos de sol. Mi sexo buscaba al tuyo. Fui a tocarte pero encontré vacío. Abrí los ojos levemente; los volví a cerrar ante mi elección. Recordé que había vuelto a casa. Deseé haberme quedado. Pisciana. Siempre en contradicción. Me levanté y apagué la estufa origen de aquel calor. Con los restos de la noche compuse la mañana.

Fragmento del libro: "Siempre hay un roto para un escocío".

sábado, 2 de enero de 2010

Agua salada. Black Christmas

Llevo una hora llorando. La piel de la cara me empieza a tirar por la sal acumulada. Voy en un autobús pero nadie se ha sentado a mi lado así que mi lloro pasa desapercibido. Sé llorar en silencio, con absoluta discreción. No emito ni un leve sonido que delate mi enorme tristeza. Al principio mis lágrimas aparecen justo por el extremo del ojo y se deslizan obedientes por el surco de la nariz pero cuando pensamientos aún más tristes y destructivos van subiendo hacia el cerebro o bajando hacia el corazón ( no sé exactamente el sentido de este recorrido), dejo de tener control sobre tanto líquido acumulado. Los ojos se cargan de agua salada que se desborda en todas direcciones. Parte me entra en la boca, parte en los oídos , parte incluso resbala por mi cuello y termina mojando mi pecho. Trato de manejar este río de tristeza pero soy incapaz. Soy fuerte para disimular ante los demás pero no ante mí misma.


Todo ha empezado nada más salir. Delante de mí se sienta un chico de unos 30 años. Abajo está su novia esperando a que el autobús se vaya. Su mirada delata su amor. No necesitan palabras. Hablan con gestos, ellos se entienden. Se envían besos. Me gusta mirarlos pero al poco no puedo evitar echar de menos esos besos para mí. No hay nadie despidiéndome. Nadie que espere mi pronto regreso.


Estoy mintiendo.
Juan me ha acompañado hasta la estación pero no ha podido aparcar. Me da un beso en los labios y me abraza fuerte. Él sí espera mi pronto regreso. Me quiere, lo sé. Con un amor profundo. Tan profundo que, probablemente, no acabe más que con su propia muerte. Yo también le quiero, lo sé. Con un amor tan profundo como el suyo aunque ya no le admire ni le extrañe ni le desee. Lo hice un tiempo pero aquello terminó. Y aunque no lo admire ni lo extrañe ni lo desee he hecho el amor con él hace apenas dos horas. Sin remordimientos. Sólo por recordar qué se siente al hacerlo con alguien que te desea, te admira y te extraña. He sentido tristeza. He llorado, también en silencio, sin hacer ruido para que él no lo vea. Porque intuyo que sufre más mi dolor que el suyo propio. Y porque sabe de dónde viene el mío.


Mi dolor se llama Alber. Le deseo, le admiro y le extraño. Le extraño hasta cuando hacemos el amor. Le oigo decir sílabas entrelazadas "te-quie-ro-te-ne-ce-si-to", pero no las escucho, no las creo. No consigo unirlas para darles un sentido. Me producen un dolor concreto. Como si me metieran un puño por el pecho, despacio, lentamente, hasta aplastarme el corazón. Dicen que soy de hielo, que todo resbala por mi cuerpo y mi cabeza con la calidad de lo impermeable pero yo no sé qué pensar. Creo que todo es cuestión de llorar con silencios, sin llamar la atención. Llorar cuando te quedas sola.


No ha sido difícil esperar a quedarme sola esta mañana. Todo ha sido muy rápido. Sin darme los buenos días siquiera, se ha puesto la ropa. No recuerdo ni una caricia. Se tiene que ir a ver a su hijo. Son las diez y media de la mañana de un domingo, una hora como cualquier otra para encontrarse con él pero a mí me parece demasiado pronto, demasiado triste, demasiado poco. No sé cuándo , ni siquiera si volveré a verle. Eso es lo que más duele, más que el abandono. Incomunicación. No se lo pregunto. No me lo pregunta. Siempre espera a mi llamada, a mi proposición, a mi deseo, pero ya no tengo ganas de seguir pidiendo, de seguir pidiendo que me pidan. Me hace sufrir. Él me confiesa que no sufre, que no me extraña, que disfruta cuando está conmigo pero que cuando yo no estoy, yo no existo, yo no duelo. Soy increíble, me lo dice también él. Y sé que lo soy porque cuando me está diciendo que yo no existo cuando no estoy, cuando tomo conciencia de que lo que siento por él no se parece en nada a lo que él siente por mí, cuando noto que mi corazón se empieza a resquebrajar, incluso en ese momento, me alegra saber que él no sufre. No lo quiero triste ni siquiera por mí. Por eso soy increíble. Supongo que es casi exactamente lo que Juan siente por mí. Y lo que Alber sentirá por Patri y ésta por Alicia y Alicia por Diego...


Los ojos no se me han empañado como en las películas, con lágrimas contenidas. Sé como se guardan. No quiero que él me vea, que se apiade, que me lastime con su lástima. La congoja ha brotado de repente, como un vómito, nada más oír que se cerraba la puerta. Habitación 505. Me escondo la cara entre la almohada. Intuyo que las paredes de este hotel son demasiado finas. Lloro a gritos, con la garganta, con el pecho, con los músculos y los huesos, con las ideas. Lloro hasta con las uñas. No recordaba que se pudiera llorar así. Lloro con un dolor incomprensible.
El dolor no me deja pensar hasta pasada una hora. Después pienso en tomar una decisión, una decisión que me permita librarme, liberarme, dejar de sufrir. Podría esperar un tiempo si supiera que todo esto tiene un fin pero sé que éste es de esos que llaman "dolor infinito". Me despido de él. Como los cobardes. Con un simple mensaje de móvil que él estoy casi segura que intuye y espera. Le digo que desaparezco por una temporada, que le llamo en cuanto me encuentre bien pero nada más enviarlo borro su número de teléfono. Y todos sus mensajes y sus llamadas. El teléfono está desintoxicado y eso ayuda a que yo también lo haga. No me fío de mi misma, sería capaz de pedirle, de suplicarle su amor.


Échame en los ojos
Un puñao de arena
Mátame de pena
Pero quiéreme.


No se puede pedir eso. No sirve de nada.


El conductor parece de forma misteriosa intuir mi dolor. Conecta el vídeo. Miro con desgana la pantalla, no creo que mi mente consiga concentrarse en nada. Una sonrisa se dibuja en mi cara. No puedo creerlo, no puedo imaginar una película así en un autobús de línea. Antonia. Me seco las lágrimas, me pongo los cascos. El viaje continúa.

Fragmento del Libro "Mabeis matao al padre, pero cómo mi reido"