sábado, 13 de noviembre de 2010

Te toco

Te oigo en mi oído respirar

Con la oreja pegada

A la pared que separa

Tu celda de la mía


Te veo siempre en mis ojos

En la distancia vacía

Que los kilómetros muertos

Extienden entre los cuerpos


Te saboreo en mi boca

Al beber amargo suero

De las supurantes llagas

Que uñas y dedos desgarran

Intentando arañar tu muro


Te siento en toda mi piel

Cuando habitas un mundo

Al que me niega la entrada

La reja de tu mirada


Te huelo allí donde estés

Porque tu cuerpo ha pasado

Y me haya o no detectado

Yo ya no vivo sin él

viernes, 22 de octubre de 2010

Aliento zurdo

Hace un mes que me besaste
Y el beso quedó colgado
Mi boca sigue esperando
El beso que no me has dado.

El aire de la gangrena
Vive ahora en estos labios
Huelo el veneno y el miedo
Huelo el beso desterrado

El beso que está esperando
Ha horadado este aliento
El beso se esconde quieto
Soñando que hay una mano
Que acerca tenue su dedo
A este labio silenciado
Que duerme sin cama al raso

El beso sigue soñando
Que despierta acariciado
Si amanece abandonado
si se muere aquí en mi boca
ni haber la tuya tocado
me quedará la ponzoña
de tu aliento arañado.

jueves, 7 de octubre de 2010

Besos zurdos

No vuelvas a decir lo siento
Después de besarme
No vuelvas a besarme
Si lo sientes
No vuelvas a sentirlo
Si me besas
No me beses
Sin sentirlo
No lo sientas
Sin besarme
Y sobre todo
Nunca dejes… de besarme.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Más de amores zurdos

Ahora, mientras me estás torturando, cierro los ojos para evadir el dolor e intento mitigarlo. No quiero vivir en la oscuridad y por eso pienso en lo que me gusta de ti. Pienso en por qué a veces sonrío sólo con verte. Por qué con una mirada puedes elevarme o hacerme sentir como un pedacito de perdida inmensidad.

Me gusta cómo bailas en el coche, moviendo los brazos extendidos sobre el volante mientras canturreas con los labios apretados, y yo abro los ojos con el gesto asustado de que no lo sueltes. Pero deseando que no dejes de cantar, ni de sonreír, ni de disfrutar. Me gusta cómo posas tu mano, tan grande, sobre mi mejilla, con esa mezcla de pena, de culpa, de ternura y un cierto amor lejano, esquivo y escondido. Me gusta cómo me miras a veces de lejos, de arriba abajo, en un barrido apenas reconocible, mientras te muerdes imperceptiblemente el labio. Me gusta el peso rotundo de tu cuerpo sobre mí, que casi aplastes tu piel hasta que la mía desfallece. Ahogándome en un pozo intangible que permanece hasta en tu ausencia, el ahogo de tu sudor y el mío. Y esa mirada. Y esa forma de mirarme, sólo alguna vez. Me gustan esos guiños públicos que sólo yo entiendo. Y tu sonrisa. Y esas lágrimas, no por tu sufrimiento, sino por sacarlo ante mí. Y me gusta, mucho, ese mordisco en el cuello.

Y cuando cierro los ojos en medio de la tortura para intentar olvidar el dolor, sólo espero que no desaparezca antes de que dejes de torturarme. Y que tu ilusionamiento llegue antes que mi desencanto y antes de que deje de sentir dolor. Y mucho antes de que deje de cerrar los ojos… para evitarlo.

Fragmento del libro " Damian, deja de barrenar que tenemos visita "

miércoles, 8 de septiembre de 2010

LA SILLA

Hace tres años que Miguel sale cada noche a la puerta de su casa. Coge la misma silla donde su mujer se había sentado sola, noche trás noche, durante los 63 años que habían estado juntos. El día que ella murió, sin pensarlo, Miguel cogió esa silla y salió fuera. Nunca antes lo había hecho, pero ahora no pasa un solo día en el que no lo haga. Siempre cena una tortilla de chorizo de dos huevos y un vaso de vino tinto. Se pone su vieja chaqueta y se sienta bajo la noche. Su casa está entre las últimas del pueblo, así que a penas ve gente pasar, excepto algún gato que aparece derrepente en la oscuridad. Ya no quedan jóvenes en el pueblo, todos se fueron a buscar mejor vida en la ciudad. Y Miguel recuerda los años de trabajo en el campo, se mira las manos, ya cansadas y duras, muy duras, como el clima de su tierra natal de la que nunca ha salido. Piensa en su mujer, como cada noche. La vio todos los días durante esos 63 años, porque después de la boda, ya nunca se separaron. Pero solo puede recordar todos sus rasgos con nitidez cuando se sienta en esa silla. Se pregunta en que podía pensar ella, cuando salía allí, cada noche.
Nunca tuvieron niños. Dios lo quiso así, se decían. La vida de Miguel y su mujer había sido la de cualquier trabajador de campo. Jornadas largas trabajando de sol a sol en la tierra. Periodos de penumbra y otras de mayor abundancia. Se acordaba del día que llegó la luz eléctrica a su casa, el agua corriente, la lavadora...en fin, de cuando la modernidad llegó al pueblo para alivio de sus habitantes. Su mujer había vivido esos momentos con la alegría de una niña a la que le regalan unos zapatos nuevos. Ella era así, risueña, alegre y con cara de niña traviesa, que la mantuvo hasta el final de sus días. Cuando venían vendedores ambulantes al pueblo, para vender colchones, ventiladores o instrumentos de cocina, ella era la primera en llegar, porque las parejas recibían un obsequio por el mero hecho de asistir a la reunión. Si las mujeres no asistían con sus maridos, el obsequio no era tan importante, y aunque él nunca quería ir, ella siempre terminaba convenciéndole con aquella sonrisa suya. Mientras se acordaba de esas reuniones, Miguel no podia evitar sonreirse. Pensó que nunca hicieron ningun viaje. El mundo lo habían imaginado a través de la televisión. Cuando los dos dejaron de trabajar, no les quedó gran cosa de pensión, y enseguida Maria enfermó. La Caja Rural de su región, organizaba viajes en autobus a las playas de Benidorm, o a Andalucia, para la tercera edad. Habían hablado de hacer esos viajes juntos, una vez jubilados, pero nunca llegó el momento. Se imaginó a María, quizás en bañador, paseando por la orilla del mar, como en esas peliculas donde había visto como era ese mar. O a María posando frente a ese palacio de los árabes que le sonaba que estaba en el sur. O a María visitando la capital de España. Imaginaba las fotos que nunca hicieron, en las que María posaba feliz, con cara de asombro descubriendo el mundo. Y entonces se dio cuenta de lo que hacía María allí cada noche. Soñar... Al día siguiente, decidió llevarse a María de viaje. Hizo la maleta, cogió la silla, cerró la puerta con llave, y ya nunca mas volvió.

Fragmento del libro "Y el Renato se puso bruto"

miércoles, 18 de agosto de 2010

Amor zombie

Acababa de salir de la ducha y llevaba una toalla alrededor del pecho, bajo las axilas, y otra enrollada en su cabeza. Un mechón huidizo le caía por la espalda sin que pareciera percatarse. Estaba sentada sobre la cama, con los brazos envolviendo su rodilla y la barbilla apoyada en el dorso de la mano, la mirada totalmente perdida. Él habló pero no obtuvo respuesta, casi parecía que no respirase, totalmente petrificada bajo su piel de gallina y el leve temblor de su labio. Quieta, el aire parado y denso en torno a su rostro. Nunca había visto él una mirada tan rota como la que se le ponía en aquellos momentos, en esas evasiones que la llevaban a un lugar inalcanzable para sus dedos, para sus pupilas, vedado para él y para todos.

Al principio le habían asustado aquellos accesos de blancura, esos instantes en los que se convertía en zombie y nada parecía poder despertarla. No sabía cómo reaccionar, le hablaba, le preguntaba qué le pasaba, la abrazaba, pero sólo obtenía por respuesta una leve mueca en su boca, desgarro, una profundidad aún más disipada en su vago mirar. Tampoco era capaz de relacionar muy bien el detonante, a veces estaban hablando y de repente ella cerraba la boca y dejaba de tomar aire, o así se lo parecía, no respiraba y se sumía en un sueño de despertares. Callaba y silenciaba. Dormía despierta. Como muerta, pero más viva que nunca en su ensimismamiento.
Otras veces llegaba a casa cansada, con algo que parecía un terrible peso como manto sobre su cuello, y se sentaba en silencio, mirando la lejanía. De nada servían las palabras, los reproches o los intentos. Sólo ella podía volver de allá donde fuera.

Poco a poco se fue acostumbrando y la dejaba ir y volver. Intuía que ella vivía al borde del abismo y que a veces, simplemente, necesitaba parar un instante para no caer, necesitaba descansar, su pedacito de paz. Y entonces él la miraba, no mucho rato porque por alguna extraña razón le dolía el cuerpo al observarla así. Una devoradora tristeza parecía emerger de ella como lava apabullante y le aplastaba. Se le metía en el vientre como un garfio esa nebulosa que salía de los ojos de ella. Lo sabía, conocía la angustia que tardaba en abandonarle después, pero aun así no podía evitar espiarla un momento. Intentar perderse con ella. Inútil. Se perdían sí, ambos, pero solos. Porque en eso radicaba la angustia de aquel limbo. En la soledad que lo alimentaba.

Aquel día la observó como siempre en silencio, de cuclillas desde el costado. Bajó de sus párpados trémulos a las gotas de agua de su cuello; se paró en el nacimiento del pecho incapaz de volver a sus ojos borrosos. Y tuvo que apartar la mirada hacia su mano como una hoja caída. Y tragar una saliva inexistente. Y desear como siempre meterse entre su pelo, por los folículos, a su cerebro. Y estallar como fuegos artificiales. Y salirle por los ojos en forma de estrellitas de colores. Algo. Que apagara el silencio, que la trajera a su mundo. Pero, como siempre, la siguió mirando en silencio maldiciendo por no haber sabido nunca pintar. Maldiciendo por no petrificarla así para siempre. Siguió mirando a la muchacha de la mirada más rota del mundo, y deseó que aunque fuera así pudiera pasarse la vida viéndola.

Fragmento del libro "Shhh, que vas a despertar a mi madre..."

lunes, 21 de junio de 2010

Amores zurdos I


Primero le gustaban los rubios, así que aclaré mi cabello oscuro hasta que adquirió tonos blanquecinos. Cuando conseguí la tonalidad adecuada, le empezaron a atraer los pelirrojos, así que puse mi cabeza como una zanahoria. Cuando alabó las barbas, dejé crecer la mía, y la convertí en bigote al verla quedarse parada ante la foto de un actor bigotudo. Empezó a fijarse en los musculosos, así que invertí todo mi tiempo libre en el gimnasio. Cuando mis bíceps empezaron a hacerse notar y mi estómago reclamaba algo más que tortillas de claras, la vi tontear con un calvo algo fondón. Así que me rapé el pelo y comencé a comer chocolate y bollos a todas horas. Ayer la vi pasear por la calle, acaramelada, con su brazo engarzando el de una chica de melena negra y su cabeza apoyada en el hombro de ella. Ya he pedido cita en la clínica.

Fragmento del libro "Ni paquí ni pallá, pal otro lao"

viernes, 18 de junio de 2010

La misma piedra

La cena se enfriaba en la mesa. Se sentía ridícula. Recordaba muy vagamente cómo había perdido la ilusión de cocinar para alguien pero, ahora, esperando a Peter, se aseguraba a sí misma que había sido una decisión acertada.
Por un momento, se imaginó el placer de tirar con fuerza del mantel y la vajilla rompiéndose contra el suelo. La imagen le encantó aunque sabía que no era capaz de tanto. Con una sonrisa apenas perceptible, se acercó a la mesa , agarró las puntas del mantel e hizo un hatillo que dejó en el portal. Sobre él, una nota decía “Aquí tienes tu cena”.
Entró en el salón y colocó el jarrón sobre la mesa ahora vacía. Todo volvía a estar en orden.

Fragmento del libro "Que te aguante tu madre, Paco"

miércoles, 9 de junio de 2010

Ahora te lo cuento...

Me gustaba entrar en tu casa colándome por la rendija de la puerta. Hubiera podido atravesar las paredes, la inmaterialidad me lo permite. Pero a mí me gustaba aplanarme y colarme por ahí. Solía hacerme sentir como un poco de corriente por debajo de la puerta. Me asignaron tu casa y tu vida. Mi misión era estar allí, velando que el devenir cumpliera con los planes del destino como si fuera un cúmulo de casualidades.

En mí permanecían los recuerdos de mi última oportunidad. Había tenido cuerpo de mujer y había cumplido de manera satisfactoria con lo que me encomendaron. Ahora en otro plano se me encomendaba, como paso intermedio a otros estadios que no se nos está permitido desvelar, cuidar de ti.

La primera vez que entré me sorprendió el lugar. No estabas en casa. Me deslicé por todas las piezas. Se respiraba comodidad. No había demasiadas cosas inútiles. Los muebles sencillos y precisos contrastaban unos con otros. Me quedé sobre el sofá. Se respiraba paz. Sin duda no estabas en uno de los momentos malos de tu vida.

Llegaste y me trasladé hacia el ventanal. Desde allí estuve mirando cómo te movías por la sala, hacia el dormitorio, hacia la cocina, hacia el salón de nuevo. Miraba tu cara y cómo tus gestos iban cambiando según iban pasando los pensamientos por ti. Cada pensamiento genera un color diferente alrededor de las personas, así que yo iba viendo cambiar esas nubes de colores. con todos sus matices. Al mismo tiempo podía captar también la frecuencia de tus sentimientos. En ese momento yo solo archivaba datos.

A veces te seguía por la casa pegada a tu espalda. Jugaba a adivinar que ibas a hacer y me iba acoplando a tus movimientos. Me gustaba ver cuando te cambiabas de ropa y te ponías cómodo. Disfrutabas de tener tu armario en orden, con la ropa clasificada por colores. Los colores nunca te fueron indiferentes. Los combinabas con precisión, intentando crear una casualidad inexistente.

Mi momento favorito era cuando te veía leyendo la prensa y preparando el organigrama de tu trabajo, cerrando los cambios de última hora y cómo al mismo tiempo ibas contestando a los diversos correos electrónicos. Me encantaba verte el gesto de tu entrecejo y de tus ojos cuando estabas concentrado y cómo ibas hablando en voz alta con uno y con otro como si estuvieran delante, pero solo estaba yo, yo.

Cocinar te parecía una pérdida de tiempo y habías acordado con la señora que venía a limpiar que cocinara para ti. Tú le dejabas una nota con tus antojos. Y a veces se te olvidaba decir lo que querías y ella se componía con lo que quedaba en la nevera. Era una señora entrada en años que te apreciaba, sin duda por todo el tiempo que llevaba entrando en tu casa, sus instintos maternales se extendían hacia su trabajo y no podía evitar tratarte como a un hijo. Cosa que a ti te encantaba y te gustaba sorprenderla de vez en cuando con algún detalle. Ella estaba contenta de trabajar en tu casa entre otras cosas porque se encontraba la casa ordenada. No soportabas el desorden. Y el ordenar es lo que más tiempo se lleva si se trata de limpiar. A las almas que entramos en las casas también nos gustan los espacios ordenados. Cuando hay desorden es muy difícil trasmitiros los mensajes, nos cuesta más conectarnos con vuestros aspectos más sutiles. Vosotros lo llamáis intuición o corazonadas.

¿Quién sigue con el relato?

Fragmento del libro: Completa la frase aunque sea larga...

sábado, 29 de mayo de 2010

Ecología Emocional

Ahórrate tus besos
y tus lágrimas vacías,
tu corazón de hielo
y tu cabeza perdía.

Ahorra tus palabras,
tu nido de mentiras
las ilusiones vanas
la casa de tu vida.

Ahórrate los gritos
y las llamadas perdidas,
la cara de bobito
y de inocencia fingida.

Ahorra las escenas
de amor incomprendido,
no juegues a dar pena
si solo estás perdido.

No montes estrategias
guerreras en el aire
ni finjas indolencia
si eres tú el que ardes.

Afronta tus temores
camina por tu vida
corrige tus errores
no pierdas energías.

Olvídate de todo
no existo, vida mía,
moriste aquella tarde
en la que te dormías.

Publicado en el libro: El arte de las rimas y otros suspiros