viernes, 30 de mayo de 2008

Nieve

Huellas en la nieve, tan blanca, tan impoluta y los pequeños agujeros negros destacaban aún más ese fulgor. Paula pelaba patatas junto a su madre en la cocina. Habían hecho fuego pero aun así sentía el frío atenazándole los dedos húmedos. Miró a su madre, su pañuelo negro, su rostro serio y apagado y las manos ya torpes del reuma. ¿Acabarán mis manos petrificadas como las suyas?, se dijo, dejando escapar un sonoro suspiro sobre las mondas de patata. Su madre la miró con un cierta desaprobación y continuó silenciosa su tarea.

Con las piernas ateridas de la inmovilidad Paula se levantó y echó las mondas en la caldera para los cerdos. El silencio le pesaba como una losa, cuándo volverían sus hermanos del campo, y su padre... Una sonrisa emergió a su rostro como un inesperado soplo de luz. Su padre el de la risa alegre. Su padre al que nunca se parecería ella, tan poco habladora, tan apagada. Le pareció oír un grito lejano y miró a su madre asustada, pero ella no había movido un solo músculo. A Paula nunca le había asustado el trabajo pero algo la hacía resistirse a volver a su sitio y continuar pelando. Una inquietud que flotaba en el aire y parecía haberse congelado como el vaho de su garganta.

-¿No ha oído eso madre?
- Sólo he oído a las vacas y a ti moviéndote de un lado para otro.
- Era un grito, yo he escuchado algo como...
- Algún niño o un pájaro, deja de soñar despierta y trabaja un poco que no está el día para andar quieta.

Eso era lo que no podía hacer ella, estarse quieta, se le movían los pies como grillos. El aire estaba tan denso que apenas podía respirar, el olor de las patatas se le clavaba dentro, le absorbía el corazón. ¿Qué me duele? Pero no dolía por fuera, era algo que la arañaba por dentro. Se asomó a la ventana buscando ese espacio que le faltaba pero la blancura de la nieve la abrumó aún más. Y las huellas. Huellas inmaculadas sobre esa nieve blanca, como bocas que la llamaban. ¿De dónde habían venido esas huellas que parecían perderse en la nada?

- Madre, voy a por agua a la fuente.
- Aún tenemos agua, ya irás a la hora de comer.

Paula tragó saliva. Agua. Hay que ir a por agua, allí era donde llevaban las huellas, a la fuente. Quería gritar, madre tengo que ir corriendo porque huelo el miedo en el aire. Madre, me voy diga usted lo que diga porque tengo un dolor en el pecho que no es mío, que alguien me lo envía. Pero calló y se tragó la angustia, sin dejar de mirar las huellas en la nieve. No supo cuánto tiempo pasó así, pasmada de pie, mirando el infinito y esperando que ocurriera algo pero cuando ocurrió le pareció haber estado sumida en el más profundo de los sueños. La puerta se abrió de golpe, sin llamadas y una figura negra apareció en la puerta, sonrojada, sin aliento, con las arrugas tan profundamente clavadas que parecieran cuchillos.

- Ay, Isabel, que no la encuentro.
- Pero qué es lo que ocurre que vienes así.
- No encuentro a mi hija, a Adela. Se me fue a la mañana a la fuente y no ha vuelto. Vengo de allí pero no está, y con este frío...

Paula callaba con la boca abierta, aire entra en mí, déjame respirar. Las dos mujeres la miraron buscando una respuesta, ella, su amiga tenía que saber. Sabía, sí, sabía que no quería saber, que no quería imaginar.

- Ahora mismo vamos a buscarla, hay que llamar a los hombres. A ver si se ha mareado o algo y está en algún camino. Paula, tú te vas al prado a buscar a tu padre y tus hermanos, nosotras vamos a la casa de arriba.

Paula sintió que las palabras buscaban salida en la sequedad de su garganta.

- Las huellas, habrá dejado huellas...
- Ay, sí las vi, hacia abajo, hacia el río. Pero seguro que no ha ido allí, con este frío.

Paula sabía que corría por el camino aunque le pareció el correr más lento de toda su vida. La nieve se le colaba hasta los pies, mojaba sus medias de lana pero ella no dejó de correr hasta que vio a su padre a lo lejos, cortando leña con su hermano mayor. Ella gritó con todas sus fuerzas, con unas fuerzas que alguien parecía estar arrojándole, no era ella la que gritaba y lo sabía.

- Pero mi niña, qué pasa.
- Es Adela, ha desaparecido.

Al ver a su padre toda la angustia contenida pareció encontrar su cauce y las lágrimas brotaron por sus mejillas a borbotones mientras él la estrechaba entre sus brazos.

- Pero muchacha, ya verás como no es nada, que andará por ahí.

Pero el silencio que les acompañaba hacia la fuente decía algo muy diferente. Cuando llegaron a la fuente sólo había mujeres allí. El resto de los hombres ya había bajado hacia el río en pos de unas huellas que cada vez parecían más negras y más profundas. Ellos también bajaron, la neblina les envolvía como respirar de espíritus y hasta los pájaros habían callado. Paula quería bajar con los ojos cerrados, no podía soportar ver más huellas de aquellos pequeños pies. Los pies más pequeños del pueblo, como las japonesas, decía su padre, porque en los libros contaban que los japoneses preferían a las mujeres de pies diminutos y hasta se los vendaban para que no crecieran. A Adela la querrían todos, seguro. A ella no con sus anchos pies hinchados, pero los pies de Adela... clavados todo el camino, solos, huellas únicas pintando la nieve.

Desde la colina se veía el movimiento de la gente abajo, pero no se oía nada. Por qué tanto silencio, por qué no había cantos de pájaro, rumor de agua. Hasta el río callaba. Precipitaron el paso y Paula miró a la madre de Adela, nunca le había parecido tan vieja, con su vestido negro, la chaqueta que apenas cubría su cuerpo delgado, más menuda aún que Adela, diminuta ahora.

Intentó volver al primer recuerdo que guardaba de Adela, pequeña, agarrada de la mano de su madre, con su chaquetilla marrón y la trenza castaña. Y esos ojos verdes tan inmensos, tan preciosos. Qué niña tan guapa, decían todos, y la miraban a ella y callaban. Siempre estaban juntas, como hermanas, esa hermana que ninguna de las dos tuvo nunca. Tan diferentes y tan hermanas. Adela le enseñó a deslizarse por el prado dando vueltas sobre sí misma, Adela mataba las culebras por ella, y Paula a cambio le leía los libros de su padre, le contaba las historias que había oído en casa y que Adela escuchaba fascinada. En su casa nadie contaba historias, nadie se reunía de noche frente a un fuego a remontarse a países lejanos. Adela, la única que se metía en el río en verano de golpe, la que reía mientras lavaban. Adela, la amante del agua. Adela... Un grito se paralizó en la garganta de Paula que miró a su padre asustada.

- Se ha tirado al río ¿verdad?

Él la miró desconcertado como si aquel pensamiento que flotaba en el aire nunca debiera haber sido vestido de palabras, la miró intentando borrar lo imborrable, lo que ya estaba dicho y no podría esfumarse. Pero ni siquiera pudo contestar porque habían llegado abajo y la gente ya lo sabía. No podemos haber llegado, no estamos aquí, Adela está en casa esperándonos, preocupada de nuestra tardanza. No estamos.

Paula miró fijamente hipnotizada. La sacaban del río entre varios hombres y la levantaron sobre sus cabezas. No pudo ver su cara, sólo su falda levantada que le cubría el rostro como una mortaja, sus piernas amoratadas y el cabello cayendo entre los refajos. Quería correr hacia ella y despertarla, mirarle su cara sonrosada pero ni siquiera podía moverse. Le temblaban los labios del frío y estaba absorbiendo la sangre que caía por una de sus comisuras sin darse cuenta. Se había mordido de los nervios, se había clavado las uñas en la mano y ahora no era capaz de moverse. Entre las brumas del río oía gritos que ya no eran de espíritus y el cuerpo había descendido hasta el suelo, el cuerpo de un hada, recostado sobre la hierba alba.

Más tarde alguien dijo que el agua ni siquiera había llegado a sus pulmones, que había muerto de la impresión, de un paro cardíaco. Paula la imaginó arrojándose a la presa, volando como una meiga y deslizándose dulcemente a la suavidad del agua como un pétalo. Su padre dijo entre dientes que era como Ofelia, aunque ella no sabía quién era esa Ofelia, quizá otra muerta del pueblo. Cabizbajo hablaba para sí y miraba a Paula con una absorción que a ella la asustaba. Pero el miedo era de él y ella nunca lo sabría, porque Paula soñaba con Adela volando pero él soñaba que era Paula la que volaba. Y prometió que mientras él viviera su hija no iba a volar así nunca.

Nadie volvió a oír hablar a la madre de Adela en mucho tiempo. Tampoco nadie volvió a ver a el Negro, que se había ido a las Américas, que era marinero, que se había hecho feriante y andaba con los gitanos por los pueblos... El padre de Adela nunca se reunió con ellos en las noches de cuentos, trabajaba y callaba y el silencio se cernió sobre esa casa como una losa inamovible. Ese silencio que ya había matado una vez los estaba envenenando y consumiendo poco a poco, absorbiendo el flujo de sus venas hasta dejarlos tan secos como la piel de la que un día había sido su hija.

(Fragmento del Libro "Mira que eres animal, Marcial")