sábado, 2 de enero de 2010

Agua salada. Black Christmas

Llevo una hora llorando. La piel de la cara me empieza a tirar por la sal acumulada. Voy en un autobús pero nadie se ha sentado a mi lado así que mi lloro pasa desapercibido. Sé llorar en silencio, con absoluta discreción. No emito ni un leve sonido que delate mi enorme tristeza. Al principio mis lágrimas aparecen justo por el extremo del ojo y se deslizan obedientes por el surco de la nariz pero cuando pensamientos aún más tristes y destructivos van subiendo hacia el cerebro o bajando hacia el corazón ( no sé exactamente el sentido de este recorrido), dejo de tener control sobre tanto líquido acumulado. Los ojos se cargan de agua salada que se desborda en todas direcciones. Parte me entra en la boca, parte en los oídos , parte incluso resbala por mi cuello y termina mojando mi pecho. Trato de manejar este río de tristeza pero soy incapaz. Soy fuerte para disimular ante los demás pero no ante mí misma.


Todo ha empezado nada más salir. Delante de mí se sienta un chico de unos 30 años. Abajo está su novia esperando a que el autobús se vaya. Su mirada delata su amor. No necesitan palabras. Hablan con gestos, ellos se entienden. Se envían besos. Me gusta mirarlos pero al poco no puedo evitar echar de menos esos besos para mí. No hay nadie despidiéndome. Nadie que espere mi pronto regreso.


Estoy mintiendo.
Juan me ha acompañado hasta la estación pero no ha podido aparcar. Me da un beso en los labios y me abraza fuerte. Él sí espera mi pronto regreso. Me quiere, lo sé. Con un amor profundo. Tan profundo que, probablemente, no acabe más que con su propia muerte. Yo también le quiero, lo sé. Con un amor tan profundo como el suyo aunque ya no le admire ni le extrañe ni le desee. Lo hice un tiempo pero aquello terminó. Y aunque no lo admire ni lo extrañe ni lo desee he hecho el amor con él hace apenas dos horas. Sin remordimientos. Sólo por recordar qué se siente al hacerlo con alguien que te desea, te admira y te extraña. He sentido tristeza. He llorado, también en silencio, sin hacer ruido para que él no lo vea. Porque intuyo que sufre más mi dolor que el suyo propio. Y porque sabe de dónde viene el mío.


Mi dolor se llama Alber. Le deseo, le admiro y le extraño. Le extraño hasta cuando hacemos el amor. Le oigo decir sílabas entrelazadas "te-quie-ro-te-ne-ce-si-to", pero no las escucho, no las creo. No consigo unirlas para darles un sentido. Me producen un dolor concreto. Como si me metieran un puño por el pecho, despacio, lentamente, hasta aplastarme el corazón. Dicen que soy de hielo, que todo resbala por mi cuerpo y mi cabeza con la calidad de lo impermeable pero yo no sé qué pensar. Creo que todo es cuestión de llorar con silencios, sin llamar la atención. Llorar cuando te quedas sola.


No ha sido difícil esperar a quedarme sola esta mañana. Todo ha sido muy rápido. Sin darme los buenos días siquiera, se ha puesto la ropa. No recuerdo ni una caricia. Se tiene que ir a ver a su hijo. Son las diez y media de la mañana de un domingo, una hora como cualquier otra para encontrarse con él pero a mí me parece demasiado pronto, demasiado triste, demasiado poco. No sé cuándo , ni siquiera si volveré a verle. Eso es lo que más duele, más que el abandono. Incomunicación. No se lo pregunto. No me lo pregunta. Siempre espera a mi llamada, a mi proposición, a mi deseo, pero ya no tengo ganas de seguir pidiendo, de seguir pidiendo que me pidan. Me hace sufrir. Él me confiesa que no sufre, que no me extraña, que disfruta cuando está conmigo pero que cuando yo no estoy, yo no existo, yo no duelo. Soy increíble, me lo dice también él. Y sé que lo soy porque cuando me está diciendo que yo no existo cuando no estoy, cuando tomo conciencia de que lo que siento por él no se parece en nada a lo que él siente por mí, cuando noto que mi corazón se empieza a resquebrajar, incluso en ese momento, me alegra saber que él no sufre. No lo quiero triste ni siquiera por mí. Por eso soy increíble. Supongo que es casi exactamente lo que Juan siente por mí. Y lo que Alber sentirá por Patri y ésta por Alicia y Alicia por Diego...


Los ojos no se me han empañado como en las películas, con lágrimas contenidas. Sé como se guardan. No quiero que él me vea, que se apiade, que me lastime con su lástima. La congoja ha brotado de repente, como un vómito, nada más oír que se cerraba la puerta. Habitación 505. Me escondo la cara entre la almohada. Intuyo que las paredes de este hotel son demasiado finas. Lloro a gritos, con la garganta, con el pecho, con los músculos y los huesos, con las ideas. Lloro hasta con las uñas. No recordaba que se pudiera llorar así. Lloro con un dolor incomprensible.
El dolor no me deja pensar hasta pasada una hora. Después pienso en tomar una decisión, una decisión que me permita librarme, liberarme, dejar de sufrir. Podría esperar un tiempo si supiera que todo esto tiene un fin pero sé que éste es de esos que llaman "dolor infinito". Me despido de él. Como los cobardes. Con un simple mensaje de móvil que él estoy casi segura que intuye y espera. Le digo que desaparezco por una temporada, que le llamo en cuanto me encuentre bien pero nada más enviarlo borro su número de teléfono. Y todos sus mensajes y sus llamadas. El teléfono está desintoxicado y eso ayuda a que yo también lo haga. No me fío de mi misma, sería capaz de pedirle, de suplicarle su amor.


Échame en los ojos
Un puñao de arena
Mátame de pena
Pero quiéreme.


No se puede pedir eso. No sirve de nada.


El conductor parece de forma misteriosa intuir mi dolor. Conecta el vídeo. Miro con desgana la pantalla, no creo que mi mente consiga concentrarse en nada. Una sonrisa se dibuja en mi cara. No puedo creerlo, no puedo imaginar una película así en un autobús de línea. Antonia. Me seco las lágrimas, me pongo los cascos. El viaje continúa.

Fragmento del Libro "Mabeis matao al padre, pero cómo mi reido"