Los días siguientes a nuestro primer encuentro vivía consumida por la impaciencia de la espera de su llamada. Esa sensación de cosquilleo que altera los sentidos, que enciende alguna especie de interruptor, los hace estar más alerta, como si los colores, olores y sabores se convirtieran en mucho más reales, se intensificaran hasta cotas desconocidas. Los colores se podían tocar y tenían la textura del óleo. Los olores se colaban por otras partes además de las fosas nasales. Los sabores entraban por los poros antes que por la boca, hasta que el cuerpo entero era puro sabor.
En esos instantes vivía en un mundo de excitaciones continuas, en las que el estómago volteaba ante cualquier ruido y la luz cobraba nuevas intensidades. En mí convivían dos sensaciones opuestas y casi fusionadas a la vez. Por un lado, hervía la fogosidad de la imagen prevista de ese nuevo encuentro, el deseo de saber si en la otra parte también borboteaba ese sentimiento y esa necesidad ineludible de volver a vernos. Por otro lado, me invadía una especie de desprecio por mi propia emoción, un intento de banalizar totalmente el momento para formar barreras que impidan el dolor. Y mientras cohabitaban ambas sensaciones, el teléfono seguía mudo, dejando que a cada segundo creciera la incertidumbre, se masificaran las barreras, la excitación se fuera aplacando hacia una ira mitigada conmigo misma, hacia una flagelación por mi propia debilidad de permitirla. Las barreras se engrandecían, el mundo se oscurecía.
Y entonces sonó el teléfono y las barreras se deshicieron.
Fragmento del libro " ¡Andrés, déjate los pies! "
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