Me gustaba entrar en tu casa colándome por la rendija de la puerta. Hubiera podido atravesar las paredes, la inmaterialidad me lo permite. Pero a mí me gustaba aplanarme y colarme por ahí. Solía hacerme sentir como un poco de corriente por debajo de la puerta. Me asignaron tu casa y tu vida. Mi misión era estar allí, velando que el devenir cumpliera con los planes del destino como si fuera un cúmulo de casualidades.
En mí permanecían los recuerdos de mi última oportunidad. Había tenido cuerpo de mujer y había cumplido de manera satisfactoria con lo que me encomendaron. Ahora en otro plano se me encomendaba, como paso intermedio a otros estadios que no se nos está permitido desvelar, cuidar de ti.
La primera vez que entré me sorprendió el lugar. No estabas en casa. Me deslicé por todas las piezas. Se respiraba comodidad. No había demasiadas cosas inútiles. Los muebles sencillos y precisos contrastaban unos con otros. Me quedé sobre el sofá. Se respiraba paz. Sin duda no estabas en uno de los momentos malos de tu vida.
Llegaste y me trasladé hacia el ventanal. Desde allí estuve mirando cómo te movías por la sala, hacia el dormitorio, hacia la cocina, hacia el salón de nuevo. Miraba tu cara y cómo tus gestos iban cambiando según iban pasando los pensamientos por ti. Cada pensamiento genera un color diferente alrededor de las personas, así que yo iba viendo cambiar esas nubes de colores. con todos sus matices. Al mismo tiempo podía captar también la frecuencia de tus sentimientos. En ese momento yo solo archivaba datos.
A veces te seguía por la casa pegada a tu espalda. Jugaba a adivinar que ibas a hacer y me iba acoplando a tus movimientos. Me gustaba ver cuando te cambiabas de ropa y te ponías cómodo. Disfrutabas de tener tu armario en orden, con la ropa clasificada por colores. Los colores nunca te fueron indiferentes. Los combinabas con precisión, intentando crear una casualidad inexistente.
Mi momento favorito era cuando te veía leyendo la prensa y preparando el organigrama de tu trabajo, cerrando los cambios de última hora y cómo al mismo tiempo ibas contestando a los diversos correos electrónicos. Me encantaba verte el gesto de tu entrecejo y de tus ojos cuando estabas concentrado y cómo ibas hablando en voz alta con uno y con otro como si estuvieran delante, pero solo estaba yo, yo.
Cocinar te parecía una pérdida de tiempo y habías acordado con la señora que venía a limpiar que cocinara para ti. Tú le dejabas una nota con tus antojos. Y a veces se te olvidaba decir lo que querías y ella se componía con lo que quedaba en la nevera. Era una señora entrada en años que te apreciaba, sin duda por todo el tiempo que llevaba entrando en tu casa, sus instintos maternales se extendían hacia su trabajo y no podía evitar tratarte como a un hijo. Cosa que a ti te encantaba y te gustaba sorprenderla de vez en cuando con algún detalle. Ella estaba contenta de trabajar en tu casa entre otras cosas porque se encontraba la casa ordenada. No soportabas el desorden. Y el ordenar es lo que más tiempo se lleva si se trata de limpiar. A las almas que entramos en las casas también nos gustan los espacios ordenados. Cuando hay desorden es muy difícil trasmitiros los mensajes, nos cuesta más conectarnos con vuestros aspectos más sutiles. Vosotros lo llamáis intuición o corazonadas.
¿Quién sigue con el relato?
Fragmento del libro: Completa la frase aunque sea larga...