Gabriel entró en el vagón de metro. Echó un vistazo rápido, un acto reflejo condicionado por años de entrenamiento, buscándole. Apenas veinte personas le acompañaban en esa mañana de enero, distraídas, ajenas a la caza que se estaba llevando a cabo. Se colocó en espacio que hay justo antes de la unión flexible de los vagones, cubriendo su espalda mientras miraba en una dirección buscando un gesto, un detalle de él. Tres años. Tres largos años de persecución por media Europa para acabar, paradojas de la vida, en la ciudad en la que vivía. No encontró nada. Debe estar por aquí, tiene que estar,... Se giró para mirar en la dirección opuesta, asomando la cabeza con un movimiento rápido pero despreocupado, como quien mira con curiosidad a esa chica que acaba de pasar buscando asiento. Le vio. Estaba de espaldas, de pie, agarrado a una de las barras verticales en mitad del vagón. Gabriel se ocultó de nuevo en su parapeto y analizó la situación. Me acercaré rápido, no habrá vuelta atrás, pensó. No hay otra manera. Menos mal que casi todo el mundo está sentado. Miró fijamente a la pareja que estaba enfrente, apoyados contra el cristal. Les hizo un gesto llevándose el dedo índice a los labios para después indicarles que se quedaran quietos, a la vez que abría su chaqueta y mostraba su identificación colgada al cuello sobre un chaleco antibalas negro con tres iniciales blancas desconocidas. La pareja se sobresaltó un instante, pasando a la sorpresa en el siguiente movimiento. Su mano derecha buscó su cintura retirando el abrigo hacia un lado. Extrajo su G17 de la funda, movimiento preciso, respiración profunda y mirada al suelo. Salió de su esquina en dirección a su objetivo ocultando el arma. Dos señoras le vieron dirigirse hacia ellas. Su mirada fija en él, despreciando el resto del mundo. Apenas anduvo cinco metros, a menos de diez de su perseguido alzó el arma con dos manos. Las señoras gritaron asustadas levantándose. Las apartó hacia un lado en décimas de segundo, pero era tarde. El Tuta ya le apuntaba. Tres disparos, ambos, no eran pandilleros de favelas. Gabriel notó dos impactos en su pecho que le lanzaron hacia atrás con una fuerza descomunal, cayendo de espaldas al suelo. El tercero había alcanzado su hombro izquierdo. Que bueno es el hijoputa.
El pánico se apoderó de todos los presentes, que miraban asombrados una escena que sólo habían visto en el cine. Y silencio. Sólo caras de terror y sollozos. Mientras el dolor del pecho le impedía respirar la chica a la que había pedido silencio hacia un minuto se arrodilló junto a él. - ¿Estás bien? No te muevas, déjame ver...
- Ayúdame a incorporarme, tengo que verle.
- No te preocupes por él, no se va a ir a ningún sitio.
A duras penas se incorporó ligeramente. Cierto, no se va a ir. Un agrupamiento perfecto. Había caído al suelo quedando apoyado en uno de los asientos en una postura de muñeca rota. Los ojos abiertos, mirando al suelo. Suspiró aliviado. Se acabó. Se fijó en los ojos verdes que examinaban su hombro y notó una punzada de dolor cuando ella le obligó a tumbarse de nuevo y presionó la herida con fuerza.
- ¿Esos ojos de mar salen con alguien?
- No es la clase de pregunta que una espera en estas situaciones...
Sus mejillas se encendieron y sus labios dibujaron una tímida sonrisa.
- No es la clase de ojos que uno encuentra en estas situaciones... Fragmento del libro "Cómo te pones por un quítame esas pajas"