Ahórrate tus besos
y tus lágrimas vacías,
tu corazón de hielo
y tu cabeza perdía.
Ahorra tus palabras,
tu nido de mentiras
las ilusiones vanas
la casa de tu vida.
Ahórrate los gritos
y las llamadas perdidas,
la cara de bobito
y de inocencia fingida.
Ahorra las escenas
de amor incomprendido,
no juegues a dar pena
si solo estás perdido.
No montes estrategias
guerreras en el aire
ni finjas indolencia
si eres tú el que ardes.
Afronta tus temores
camina por tu vida
corrige tus errores
no pierdas energías.
Olvídate de todo
no existo, vida mía,
moriste aquella tarde
en la que te dormías.
Publicado en el libro: El arte de las rimas y otros suspiros
sábado, 29 de mayo de 2010
jueves, 27 de mayo de 2010
La espera
Los días siguientes a nuestro primer encuentro vivía consumida por la impaciencia de la espera de su llamada. Esa sensación de cosquilleo que altera los sentidos, que enciende alguna especie de interruptor, los hace estar más alerta, como si los colores, olores y sabores se convirtieran en mucho más reales, se intensificaran hasta cotas desconocidas. Los colores se podían tocar y tenían la textura del óleo. Los olores se colaban por otras partes además de las fosas nasales. Los sabores entraban por los poros antes que por la boca, hasta que el cuerpo entero era puro sabor.
En esos instantes vivía en un mundo de excitaciones continuas, en las que el estómago volteaba ante cualquier ruido y la luz cobraba nuevas intensidades. En mí convivían dos sensaciones opuestas y casi fusionadas a la vez. Por un lado, hervía la fogosidad de la imagen prevista de ese nuevo encuentro, el deseo de saber si en la otra parte también borboteaba ese sentimiento y esa necesidad ineludible de volver a vernos. Por otro lado, me invadía una especie de desprecio por mi propia emoción, un intento de banalizar totalmente el momento para formar barreras que impidan el dolor. Y mientras cohabitaban ambas sensaciones, el teléfono seguía mudo, dejando que a cada segundo creciera la incertidumbre, se masificaran las barreras, la excitación se fuera aplacando hacia una ira mitigada conmigo misma, hacia una flagelación por mi propia debilidad de permitirla. Las barreras se engrandecían, el mundo se oscurecía.
Y entonces sonó el teléfono y las barreras se deshicieron.
Fragmento del libro " ¡Andrés, déjate los pies! "
miércoles, 26 de mayo de 2010
El Mercader
El Mercader apareció con su mirada saliendo bajo el ala del sombrero, se percató de mi presencia y esbozó una leve sonrisa a modo de saludo. Pidió una jarra de vino y para mostrar sus jubones y buen porte, deslizó hacia atrás la capa que colgaba a modo de bandolera dejando un brazo libre para el manejo de la espada.
Los mercaderes son tipos de pocas palabras. Evitan hablar de sí mismos y dirigen la conversación hacia la persona con la que hablan, creando la atmósfera suficiente para que el encuentro permita hablar de forma relajada, tranquila. Pero El Mercader no estaba allí para iniciar nuevos negocios.
Acababa de llegar a la cantina. Atrás quedó el puerto y el envío de las últimas telas compradas llegadas de la India. Las enviaba por mar a España mientras él viajaba a caballo.
Cuidaba su aspecto hasta el más ínfimo detalle. Los zapatos negros de hebillas doradas estilizaban las piernas fuertes y definidas por las medias, el calzón a juego con la capa y el sombrero. La camisa blanca, amplia y adornada con puntillas según la moda de Flandes, le permitía combatir el calor del mes de julio. La perilla, el bigote y la mosca eran de color negro intenso como el pelo cuyos rizos manifestaban la perfección, que este hombre de leve sonrisa y mirada enigmática, tenía consigo mismo.
Sus manos delicadas y cuidadas esbozaban tanta seguridad en sus movimientos como elegancia. No llevaba joyas pero sí un cordón al cuello con el símbolo de la Orden de Malta, caballeros iniciados que viajaban con frecuencia al Oriente con el fin de liberar los Santos Lugares.
Al sentirse observado, el Mercader, volvió a girar la cabeza buscando el encuentro de mi mirada. Lejos de incomodarse, sonrió y se quitó el sombrero mientras me reverenciaba otorgándome su pleitesía. No pude más que devolverle mi sonrisa ante tan gracioso gesto tan fuera del contexto habitual.
El Mercader aprovechó la ocasión para presentar sus respetos y sentarse en la mesa en la que yo descansaba de tan largo viaje. Preguntó por nuestra procedencia y nuestro lugar de destino. Presentó sus credenciales y el origen de su estirpe. La cercanía del Mercader me permitió deleitarme en su perfume de aceites a base de hierbas frescas y flores de fragancias dulces que contribuían a crear ese halo embriagador que le envolvía.
Al preguntar por mi nombre, sus ojos entraron en los míos manifestando su deseo cautivador, y despertando en mí el rubor indudable de la pasión que no ha sido refrenada y que abría las puertas del cortejo, que esconden las copas tras los brindis de vino.
Fragmento del libro: ¿Tomamos otra copita más?
Los mercaderes son tipos de pocas palabras. Evitan hablar de sí mismos y dirigen la conversación hacia la persona con la que hablan, creando la atmósfera suficiente para que el encuentro permita hablar de forma relajada, tranquila. Pero El Mercader no estaba allí para iniciar nuevos negocios.
Acababa de llegar a la cantina. Atrás quedó el puerto y el envío de las últimas telas compradas llegadas de la India. Las enviaba por mar a España mientras él viajaba a caballo.
Cuidaba su aspecto hasta el más ínfimo detalle. Los zapatos negros de hebillas doradas estilizaban las piernas fuertes y definidas por las medias, el calzón a juego con la capa y el sombrero. La camisa blanca, amplia y adornada con puntillas según la moda de Flandes, le permitía combatir el calor del mes de julio. La perilla, el bigote y la mosca eran de color negro intenso como el pelo cuyos rizos manifestaban la perfección, que este hombre de leve sonrisa y mirada enigmática, tenía consigo mismo.
Sus manos delicadas y cuidadas esbozaban tanta seguridad en sus movimientos como elegancia. No llevaba joyas pero sí un cordón al cuello con el símbolo de la Orden de Malta, caballeros iniciados que viajaban con frecuencia al Oriente con el fin de liberar los Santos Lugares.
Al sentirse observado, el Mercader, volvió a girar la cabeza buscando el encuentro de mi mirada. Lejos de incomodarse, sonrió y se quitó el sombrero mientras me reverenciaba otorgándome su pleitesía. No pude más que devolverle mi sonrisa ante tan gracioso gesto tan fuera del contexto habitual.
El Mercader aprovechó la ocasión para presentar sus respetos y sentarse en la mesa en la que yo descansaba de tan largo viaje. Preguntó por nuestra procedencia y nuestro lugar de destino. Presentó sus credenciales y el origen de su estirpe. La cercanía del Mercader me permitió deleitarme en su perfume de aceites a base de hierbas frescas y flores de fragancias dulces que contribuían a crear ese halo embriagador que le envolvía.
Al preguntar por mi nombre, sus ojos entraron en los míos manifestando su deseo cautivador, y despertando en mí el rubor indudable de la pasión que no ha sido refrenada y que abría las puertas del cortejo, que esconden las copas tras los brindis de vino.
Fragmento del libro: ¿Tomamos otra copita más?
jueves, 20 de mayo de 2010
Desencuentro
Cuando pienso en el día que te conocí recuerdo que pensé cómo sería besarte. No te emociones porque eso no era amor a primera vista, ni química, ni siquiera imaginaba poder sentir atracción por ti. Pero no podía dejar de pensar en cómo sería besarte. Quizá es que me imagino muchas veces cómo sería besar a los demás, sin querer que eso ocurra, pero sin poder evitar pensar en los besos no dados.
Y a partir de ahí, de verte todas las semanas, pensé que, además, cuando hablabas me recreaba escuchándote, que me gustaba esa mezcla de inseguridad y de control, ese aire de querer irte corriendo en cualquier momento, de no mirar mirando, que besarte no estaría mal, pero que estaba tan lejano a mi realidad que nunca sería nada más que una imagen abandonada. Hablabas sin parar, cualquiera diría que con un abrigo de certeza y derrota, buscando una señal de breve conexión, la conexión de la barrera acuosa de mis ojos, fijada, mojando tu cara, fluyendo en tus ojos.
Ahora pienso qué habría sido de mi vida si no hubiera acudido a aquella primera cita que urdimos, que me dejó con ese sabor de que algo me faltaba, de que se quedaba a medias algo en el aire, de que el tiempo era corto. Y había que repetir. Ese sabor que ya jamás podría quitarme de la boca después de cada encuentro contigo, el regusto agridulce que me impulsa a buscar sin remedio un antídoto. Ese sabor que es también olor ahora ya lo tengo metido dentro, en cada poro de lo piel, rezumante en mis gotas de sudor, incrustado en mi pelo. El olor del desencuentro.
Y seguimos viéndonos. Yo siempre pensando que nuestros encuentros eran demasiado breves, que faltaban cosas por decir, que en el aire flotaba imperceptible pero tan abrumador que podría haber vivido comiendo eso. Bueno, eso hago ahora mismo, porque ni como, ni duermo, ni puedo pensar en otra cosa más que en volver a verte. Sea como sea el encuentro, me digas lo que me digas, sonrías o no, me beses o no. Porque ya no me besas. Porque ya me has besado.
¿Y ahora qué? Cómo voy a seguir ignorando que se puede estar en este remolino y pretender que puedo volver a mi paz de antes. No, no quiero paz. Los sudores que me ha costado edificar mi calma los entrego todos por el sudor frío que me recorre desde el día que me besaste.
Y pienso qué es eso que puede arrebatarme de tal forma, qué tiene tu boca que ni un momento me abstraigo de ella. Y no lo sé. No te amo, ni siquiera te quiero, siento cierto hastío de vivir en este desencuentro. Me inspiras a veces una ternura infinita y otras un miedo feroz. Sonríes y subo a la estratosfera, me miras silente y me hundo en un pozo. Pero es que la piel me lo grita. Es tu carne lo que me exalta, tu boca tan húmeda lo que recuerdo, tu inseguridad tan certera, tu mirada prohibida cuando crees que no te miro. Es tu deseo sepultado en acero el que me exaspera, mi deseo el que me anula. Es esta congoja penetrante que tiene atrapado mi vientre, mis pechos, mi cuello. No podría decirte qué veo en tu boca que me tiene secuestrada, que hay en ti que me encadene, ni una sola cosa puede venir a mi cabeza excepto mi cuerpo exangüe que está perdiendo toda su sangre por ti. Porque borbotea con tal fuerza que sólo puede escapar hacia ti o hacia la nada.
¿Dónde está escondida ahora esa pasión? Te aseguro que yo no era la única absolutamente embriagada. Y eso sí que me sorprendió. Que escondieras tal deseo, que pudieras estrujarme de tal forma y yo no sólo no me resquebrajara sino que quisiera morir allí mismo aplastada por tu cuerpo. Emborrachada por tus besos para siempre. Y que sea como sea, pienses lo que pienses, no me importa porque nadie me puede quitar eso, ya ni tú mismo que antes eras dueño de ese sueño pero que ya lo has perdido para siempre. Y que no voy a poner nombre a este sentimiento porque no lo tiene, es absurdo y eso es lo que estoy aprendiendo. Que el amor se muere en etiquetas, que el sentimiento pervive en el estómago, cosquilleando, anulando, asilvestrando. Sin nombre, sin justicia, con el dolor de la llaga y el sopor de un mal sueño. Y que yo sólo sé lo que siento, y no quiero archivarlo, nombrarlo, ni clasificarlo. Y creo que es todo lo que quería decirte.
Fragmento del libro "Desencuentros de pasión en la tercera fase"
Y a partir de ahí, de verte todas las semanas, pensé que, además, cuando hablabas me recreaba escuchándote, que me gustaba esa mezcla de inseguridad y de control, ese aire de querer irte corriendo en cualquier momento, de no mirar mirando, que besarte no estaría mal, pero que estaba tan lejano a mi realidad que nunca sería nada más que una imagen abandonada. Hablabas sin parar, cualquiera diría que con un abrigo de certeza y derrota, buscando una señal de breve conexión, la conexión de la barrera acuosa de mis ojos, fijada, mojando tu cara, fluyendo en tus ojos.
Ahora pienso qué habría sido de mi vida si no hubiera acudido a aquella primera cita que urdimos, que me dejó con ese sabor de que algo me faltaba, de que se quedaba a medias algo en el aire, de que el tiempo era corto. Y había que repetir. Ese sabor que ya jamás podría quitarme de la boca después de cada encuentro contigo, el regusto agridulce que me impulsa a buscar sin remedio un antídoto. Ese sabor que es también olor ahora ya lo tengo metido dentro, en cada poro de lo piel, rezumante en mis gotas de sudor, incrustado en mi pelo. El olor del desencuentro.
Y seguimos viéndonos. Yo siempre pensando que nuestros encuentros eran demasiado breves, que faltaban cosas por decir, que en el aire flotaba imperceptible pero tan abrumador que podría haber vivido comiendo eso. Bueno, eso hago ahora mismo, porque ni como, ni duermo, ni puedo pensar en otra cosa más que en volver a verte. Sea como sea el encuentro, me digas lo que me digas, sonrías o no, me beses o no. Porque ya no me besas. Porque ya me has besado.
¿Y ahora qué? Cómo voy a seguir ignorando que se puede estar en este remolino y pretender que puedo volver a mi paz de antes. No, no quiero paz. Los sudores que me ha costado edificar mi calma los entrego todos por el sudor frío que me recorre desde el día que me besaste.
Y pienso qué es eso que puede arrebatarme de tal forma, qué tiene tu boca que ni un momento me abstraigo de ella. Y no lo sé. No te amo, ni siquiera te quiero, siento cierto hastío de vivir en este desencuentro. Me inspiras a veces una ternura infinita y otras un miedo feroz. Sonríes y subo a la estratosfera, me miras silente y me hundo en un pozo. Pero es que la piel me lo grita. Es tu carne lo que me exalta, tu boca tan húmeda lo que recuerdo, tu inseguridad tan certera, tu mirada prohibida cuando crees que no te miro. Es tu deseo sepultado en acero el que me exaspera, mi deseo el que me anula. Es esta congoja penetrante que tiene atrapado mi vientre, mis pechos, mi cuello. No podría decirte qué veo en tu boca que me tiene secuestrada, que hay en ti que me encadene, ni una sola cosa puede venir a mi cabeza excepto mi cuerpo exangüe que está perdiendo toda su sangre por ti. Porque borbotea con tal fuerza que sólo puede escapar hacia ti o hacia la nada.
¿Dónde está escondida ahora esa pasión? Te aseguro que yo no era la única absolutamente embriagada. Y eso sí que me sorprendió. Que escondieras tal deseo, que pudieras estrujarme de tal forma y yo no sólo no me resquebrajara sino que quisiera morir allí mismo aplastada por tu cuerpo. Emborrachada por tus besos para siempre. Y que sea como sea, pienses lo que pienses, no me importa porque nadie me puede quitar eso, ya ni tú mismo que antes eras dueño de ese sueño pero que ya lo has perdido para siempre. Y que no voy a poner nombre a este sentimiento porque no lo tiene, es absurdo y eso es lo que estoy aprendiendo. Que el amor se muere en etiquetas, que el sentimiento pervive en el estómago, cosquilleando, anulando, asilvestrando. Sin nombre, sin justicia, con el dolor de la llaga y el sopor de un mal sueño. Y que yo sólo sé lo que siento, y no quiero archivarlo, nombrarlo, ni clasificarlo. Y creo que es todo lo que quería decirte.
Fragmento del libro "Desencuentros de pasión en la tercera fase"
miércoles, 19 de mayo de 2010
¿Qué veo?
No veo nada, mis ojos están cerrados. Con fuerza. Me concentro en oler tu cuerpo desnudo, sentir el calor que desprendes, escuchar tu silencio, mientras acerco mi mano muy lentamente para posarme, despacio, sobre tu piel. Noto que tu cuerpo se estremece, tu vello se eriza al paso de mis dedos. Te voy rodeando con mis brazos y mis piernas. Sólo cuando te tengo atrapada abro los ojos, seguro de que no puedes desvanecerte. Es entonces cuando te miro y te digo "te veo, mi todo".
domingo, 16 de mayo de 2010
Deseos
Constrúyeme un puente de palabras hasta donde estés, con letras que se entrelacen, de pilares sólidos. Un puente muy alto, donde no se vea ni el humo ni los coches. Tan alto que se pueda ver el mar. Tan alto que me acompañen las estrellas.
Constrúyeme un puente de palabras bonitas, con sus tildes y sus comas; que no les falte de nada, ni barandas, ni farolas antiguas. Un puente para que yo camine. Y al final de mi paseo estés tú, esperándome, con tu sonrisa y tus brazos abiertos, mientras me miras y me preguntas: "¿qué te apetece para cenar?"
Fragmento del libro: "¿Qué puede pensar un caracol cuando sólo mira al cielo?"
Constrúyeme un puente de palabras bonitas, con sus tildes y sus comas; que no les falte de nada, ni barandas, ni farolas antiguas. Un puente para que yo camine. Y al final de mi paseo estés tú, esperándome, con tu sonrisa y tus brazos abiertos, mientras me miras y me preguntas: "¿qué te apetece para cenar?"
Fragmento del libro: "¿Qué puede pensar un caracol cuando sólo mira al cielo?"
Mientras duermes
Mientras duermes te estoy mirando. A los pies de tu cama, observo tu respiración clara. Duermes de lado y tu cabello recién cortado te da el aspecto de un niño que se acaba de acostar. Tus ojos oscuros están cerrados, pero los adivino a través de tus párpados redondeados y temblorosos. Me gustaría inclinarme y besar tus labios entreabiertos, pero querría hacerlo sin despertarte, porque mientras duermes el tiempo cambia, puedo estar en esa dimensión de tus sueños en la que no me miras. Me asusta tu mirada, me da miedo porque está cargada de dolor y la luz que irradia tu sonrisa se apaga en tus ojos secos.
Pareces sonreír mientras duermes y por eso me gusta mirarte, porque te tengo sólo para mí, envoltorio de tu propia piel, sólo para mí sin que tu cabeza me esquive, sin que tus ojos me taladren, sin que me asuste tu mirada. Quiero acercar mi nariz a tu nuca ahora despejada, mientras duermes, sólo mientras duermas porque al despertar me produces temblores. Cuando rozo tu piel con la mía, el mundo es un pozo blanco en el que me zambullo, en tu saliva fresa y liviana, que me moja por dentro. Es un pozo de escalofríos que me arranca gritos de las entrañas y me hace desear la muerte entre tus brazos.
Mientras duermes me gusta mirarte porque puedo pensar, tus mejillas tan rosadas, el arco de unas cejas sempiternas que ahora guardan cerrados tus ojos. Mientras duermes puedo soñar porque en el despertar sólo puedo absorber tu aire, tocar tu brazo continuamente, aferrar mis manos a tu cintura, hundirme en tus caderas. Mientras duermes quiero mirarte siempre porque tu mano no se aleja, ni me dices cosas que me llenan de inquietud y temor. Como si hubiera podido hacer otra cosa. Mientras duermes eres mi pájaro acurrucado, y desearía abrazarte y pasar mi lengua por cada uno de tus poros, pero tengo que agarrarme al edredón para no lanzarme sobre tu cuerpo espeso y mágico.
Mientras duermes me llenas de ternura inagotable, mientras duermes puedo mirarte sin preguntarme si será la última vez. Mientras duermes no me llenas de angustia, no siento el peso de tu cuerpo afligido. Mientras duermes puedo amarte. Pero despierta, despierta porque mientras despiertas puedo ayudarte a abrir los ojos. Mientras despiertas puedo besarte, mientras despiertas puedo estrujarte entre mis manos. Puedo amarte mientras despiertas. Tú aún no lo sabes, pero ahora mientras duermes, estás soñando conmigo. Tú no lo sabes porque ni siquiera recuerdas conocerme. Voy hacia allá. Tú me llamas en sueños y yo acudo a tu llamada. Ha llegado a mis oídos, lejana, confusa, pero he tenido que dejarme arrastrar por el eco amortiguado de tu llamada en sueños. Me sueñas, sueñas que llego a buscarte, no lo sabes aún pero voy a buscarte mientras tú sueñas, sólo mientras me sueñes podré estar a tu lado. Duerme para soñarme y despierta para seguir soñándome.
(Fragmento del libro "Esto mas que roncar, es groznar")
sábado, 15 de mayo de 2010
Pisciana
Me desperté a eso de las diez. El calor me fue sacando del sueño. En duermevela dejé el centro para hacerte sitio. La persiana decoraba mi cuerpo con sus óvalos de sol. Mi sexo buscaba al tuyo. Fui a tocarte pero encontré vacío. Abrí los ojos levemente; los volví a cerrar ante mi elección. Recordé que había vuelto a casa. Deseé haberme quedado. Pisciana. Siempre en contradicción. Me levanté y apagué la estufa origen de aquel calor. Con los restos de la noche compuse la mañana.
Fragmento del libro: "Siempre hay un roto para un escocío".
Fragmento del libro: "Siempre hay un roto para un escocío".