miércoles, 18 de agosto de 2010

Amor zombie

Acababa de salir de la ducha y llevaba una toalla alrededor del pecho, bajo las axilas, y otra enrollada en su cabeza. Un mechón huidizo le caía por la espalda sin que pareciera percatarse. Estaba sentada sobre la cama, con los brazos envolviendo su rodilla y la barbilla apoyada en el dorso de la mano, la mirada totalmente perdida. Él habló pero no obtuvo respuesta, casi parecía que no respirase, totalmente petrificada bajo su piel de gallina y el leve temblor de su labio. Quieta, el aire parado y denso en torno a su rostro. Nunca había visto él una mirada tan rota como la que se le ponía en aquellos momentos, en esas evasiones que la llevaban a un lugar inalcanzable para sus dedos, para sus pupilas, vedado para él y para todos.

Al principio le habían asustado aquellos accesos de blancura, esos instantes en los que se convertía en zombie y nada parecía poder despertarla. No sabía cómo reaccionar, le hablaba, le preguntaba qué le pasaba, la abrazaba, pero sólo obtenía por respuesta una leve mueca en su boca, desgarro, una profundidad aún más disipada en su vago mirar. Tampoco era capaz de relacionar muy bien el detonante, a veces estaban hablando y de repente ella cerraba la boca y dejaba de tomar aire, o así se lo parecía, no respiraba y se sumía en un sueño de despertares. Callaba y silenciaba. Dormía despierta. Como muerta, pero más viva que nunca en su ensimismamiento.
Otras veces llegaba a casa cansada, con algo que parecía un terrible peso como manto sobre su cuello, y se sentaba en silencio, mirando la lejanía. De nada servían las palabras, los reproches o los intentos. Sólo ella podía volver de allá donde fuera.

Poco a poco se fue acostumbrando y la dejaba ir y volver. Intuía que ella vivía al borde del abismo y que a veces, simplemente, necesitaba parar un instante para no caer, necesitaba descansar, su pedacito de paz. Y entonces él la miraba, no mucho rato porque por alguna extraña razón le dolía el cuerpo al observarla así. Una devoradora tristeza parecía emerger de ella como lava apabullante y le aplastaba. Se le metía en el vientre como un garfio esa nebulosa que salía de los ojos de ella. Lo sabía, conocía la angustia que tardaba en abandonarle después, pero aun así no podía evitar espiarla un momento. Intentar perderse con ella. Inútil. Se perdían sí, ambos, pero solos. Porque en eso radicaba la angustia de aquel limbo. En la soledad que lo alimentaba.

Aquel día la observó como siempre en silencio, de cuclillas desde el costado. Bajó de sus párpados trémulos a las gotas de agua de su cuello; se paró en el nacimiento del pecho incapaz de volver a sus ojos borrosos. Y tuvo que apartar la mirada hacia su mano como una hoja caída. Y tragar una saliva inexistente. Y desear como siempre meterse entre su pelo, por los folículos, a su cerebro. Y estallar como fuegos artificiales. Y salirle por los ojos en forma de estrellitas de colores. Algo. Que apagara el silencio, que la trajera a su mundo. Pero, como siempre, la siguió mirando en silencio maldiciendo por no haber sabido nunca pintar. Maldiciendo por no petrificarla así para siempre. Siguió mirando a la muchacha de la mirada más rota del mundo, y deseó que aunque fuera así pudiera pasarse la vida viéndola.

Fragmento del libro "Shhh, que vas a despertar a mi madre..."

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