Hace tres años que Miguel sale cada noche a la puerta de su casa. Coge la misma silla donde su mujer se había sentado sola, noche trás noche, durante los 63 años que habían estado juntos. El día que ella murió, sin pensarlo, Miguel cogió esa silla y salió fuera. Nunca antes lo había hecho, pero ahora no pasa un solo día en el que no lo haga. Siempre cena una tortilla de chorizo de dos huevos y un vaso de vino tinto. Se pone su vieja chaqueta y se sienta bajo la noche. Su casa está entre las últimas del pueblo, así que a penas ve gente pasar, excepto algún gato que aparece derrepente en la oscuridad. Ya no quedan jóvenes en el pueblo, todos se fueron a buscar mejor vida en la ciudad. Y Miguel recuerda los años de trabajo en el campo, se mira las manos, ya cansadas y duras, muy duras, como el clima de su tierra natal de la que nunca ha salido. Piensa en su mujer, como cada noche. La vio todos los días durante esos 63 años, porque después de la boda, ya nunca se separaron. Pero solo puede recordar todos sus rasgos con nitidez cuando se sienta en esa silla. Se pregunta en que podía pensar ella, cuando salía allí, cada noche.
Nunca tuvieron niños. Dios lo quiso así, se decían. La vida de Miguel y su mujer había sido la de cualquier trabajador de campo. Jornadas largas trabajando de sol a sol en la tierra. Periodos de penumbra y otras de mayor abundancia. Se acordaba del día que llegó la luz eléctrica a su casa, el agua corriente, la lavadora...en fin, de cuando la modernidad llegó al pueblo para alivio de sus habitantes. Su mujer había vivido esos momentos con la alegría de una niña a la que le regalan unos zapatos nuevos. Ella era así, risueña, alegre y con cara de niña traviesa, que la mantuvo hasta el final de sus días. Cuando venían vendedores ambulantes al pueblo, para vender colchones, ventiladores o instrumentos de cocina, ella era la primera en llegar, porque las parejas recibían un obsequio por el mero hecho de asistir a la reunión. Si las mujeres no asistían con sus maridos, el obsequio no era tan importante, y aunque él nunca quería ir, ella siempre terminaba convenciéndole con aquella sonrisa suya. Mientras se acordaba de esas reuniones, Miguel no podia evitar sonreirse. Pensó que nunca hicieron ningun viaje. El mundo lo habían imaginado a través de la televisión. Cuando los dos dejaron de trabajar, no les quedó gran cosa de pensión, y enseguida Maria enfermó. La Caja Rural de su región, organizaba viajes en autobus a las playas de Benidorm, o a Andalucia, para la tercera edad. Habían hablado de hacer esos viajes juntos, una vez jubilados, pero nunca llegó el momento. Se imaginó a María, quizás en bañador, paseando por la orilla del mar, como en esas peliculas donde había visto como era ese mar. O a María posando frente a ese palacio de los árabes que le sonaba que estaba en el sur. O a María visitando la capital de España. Imaginaba las fotos que nunca hicieron, en las que María posaba feliz, con cara de asombro descubriendo el mundo. Y entonces se dio cuenta de lo que hacía María allí cada noche. Soñar... Al día siguiente, decidió llevarse a María de viaje. Hizo la maleta, cogió la silla, cerró la puerta con llave, y ya nunca mas volvió.
Fragmento del libro "
Y el Renato se puso bruto"